
La rebelión, o lo que es igual, el hartazgo del campo, no es sólo un fenómeno español, también europeo: es Europa entera quien parece más que cansada de la tiranía normativa mucho más ideológica que científica.
El abandono de la ciencia en aras de teorías de corte ideológico es un mal que venimos viviendo en muchos terrenos diferentes. Todavía no hemos terminado de digerir la inmensa falacia que nos hizo tragar nuestro gobierno en la reciente pandemia, con el presidenciable Illa como brazo legalista, cuando fingía apoyar sus desaciertos en un supuesto "comité científico" que finalmente tuvo que confesar que no existía. ¡Y les salió gratis!, sin pagar ni en votos ni ante los tribunales.
Buena parte de los problemas de esta "bombilla fundida" que llamamos Europa proceden de la asunción de las más extravagantes ideologías. La ecología es uno de los componentes más profundamente afectados.
Parte fundamental de la ecología es el funcionamiento del mundo rural, en particular la gestión y los rendimientos del campo. En lo referente a la agricultura y la ganadería, la sustitución de la ideología por la ciencia ecológica arruina porque la economía suele ser el primer soporte derribado por los fanatismos.
Todo comenzó con la llamada Agenda 230 presentada por las Naciones Unidas. Sus 17 objetivos que implicaban en principio a 195 países, aunque no eran vinculantes, bañaban de peligrosos buenismos las directrices de los gestores políticos de Europa en pleno.
Se trataba en principio de proteger al hombre mediante la promoción de los ideales de la paz y la justicia. La protección del clima era, desde los comienzos del "movimiento buenista" uno de los objetivos prioritarios.
Pero de la mano de la supuesta protección del clima caminaba uno de los mitos más extendidos y más capaces de cambiar el orden económico mundial: el llamado "cambio climático".
Según esta teoría, nunca demostrada científicamente, toda anomalía que se pudiera observar durante las últimas décadas en relación con los ciclos climáticos mundiales era antropógena, es decir, debida a la actividad industrial humana desde el comienzo de la llamada "era industrial", o lo que es igual, durante los dos últimos siglos.
El dióxido de carbono se presentaba como el principal culpable de esta "verdad incómoda", como se ofreció al mundo bajo los auspicios del vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, paradójicamente uno de los mayores contaminadores mundiales; una verdadera exaltación de la demagogia que, paradójicamente, prendió en las conciencias de numerosos países, y particularmente en los europeos como un fósforo encendido en el heno.
Es difícil, o al menos prematuro, tratar de explicar la razón de que esta teoría capaz, como se ha venido demostrando, de cambiar el orden económico mundial, ha sido asumida por la izquierda con fanatismo verdaderamente taxativo: decimos paradójica porque las dificultades que implica para los objetivos de producción afectan principalmente a los menos desarrollados, o si lo queremos aún más claro, a los pobres.
El dióxido de carbono se presenta como el "principal malo de esta película" y como el más importante de los llamados gases de efecto invernadero; para frenar sus emisiones se propone una sustitución de las fuentes clásicas de energía, como los combustibles fósiles, por otras llamadas "limpias, o renovables", que en realidad no son tales si contabilizamos con realismo sus costes de producción, mantenimiento y desmontaje tras su obsolescencia.
A partir de estos planteamientos se desarrollan las Agendas Verdes, como la europea, cuyas interpretaciones fanatizadas suponen un verdadero obstáculo para la productividad, especialmente para la del campo.
Una acumulación de normas de muy difícil cumplimiento ha terminado por colmar la paciencia de unos agricultores que se ven arruinados por ellas. Los estudios científicos avalan que la productividad del campo europeo se encuentra en estos momentos seriamente amenazada. Los burócratas urbanitas han demostrado no saber respetarla.
Si la producción mundial de alimentos siguiera de manera escrupulosa las llamadas "exigencias Bio" los rendimientos podrían verse reducidos hasta menos de la mitad, lo que no sólo implica la ruina de los europeos, sino por extensión el hambre en muchos países menos desarrollados.
Las políticas de subvención han demostrado ser ineficaces a nivel mundial: sólo el seguimiento de postulados verdaderamente científicos, porque la ecología es una verdadera ciencia, puede venir a ayudar en una situación tan delicada como la que padecemos.
Entre tanto la rebelión del campo es respetada por los ciudadanos, aunque sus objetivos no hayan sido siempre expuestos con la suficiente claridad. A partir de ahora que hablen los científicos y los economistas, y callen los legos, los iluminados y los ignorantes.
Miguel del Pino, catedrático de Ciencias Naturales.