Han pasado más de quince años desde que la inmigración no pasaba a ser la principal preocupación de los españoles en un barómetro del CIS, mucho antes de que a Tezanos le tentase la suerte de calibrar sondeos y encuestas como un alquimista acientífico. En aquellos años (2006-2008), se produjo la denominada crisis de los cayucos de Canarias, cuando llegaron a las costas españolas más de 30.000 inmigrantes. Por lo demás, estoy convencido que entre los cuatro mil encuestados por el CIS que han manifestado esta inquietud, hay votantes de derecha y votantes de izquierda, por mucho que algunos insistan en que esta emulsión no es más que el producto episódico de la pulsión interesada de algún partido político. Los que así opinan, no se enteran o no quieren enterarse de nada, ni siquiera de la reacción de muchas formaciones socialdemócratas en Europa en los últimos diez años, que han aprobado o han mantenido legislaciones restrictivas en materia de inmigración, sin ningún rubor. Para la izquierda española, serán síntomas de decadencia de una izquierda europea bloqueada por las necesidades perentorias de voto, en un momento en que la permisividad transcultural se estaba convirtiendo en un reguero constante de pérdida de afectación social.
En cambio, hay que reconocer que, por una vez, Tezanos ha formulado la pregunta correctamente, tanto que ha podido zaherir las conciencias nominalistas de algunos precursores de la neolengua. En la pregunta formulada, se habla de "inmigración" y no de "migración", ese concepto aturdido y genérico que presenta arbitrariamente la izquierda española para definir cualquier movimiento transfronterizo, en la convicción de que las personas migran como los semovientes, que son almas en constante movimiento, como si los Estados-nación y las fronteras no existiesen. El buenísimo semiótico de la izquierda española es aberrante intelectualmente, y una forma cotidiana de mostrar la insustancialidad de un pensamiento proteico y vacuo.
La izquierda hace alarde de unos argumentos tan zafios y estériles para justificar lo que está pasando en España que pueden resultar sonrojantes. Ni cortos ni perezosos comparan los movimientos poblaciones en las últimas décadas con la emigración española en el franquismo o con la misma colonización. Y se quedan tan panchos. Hay que ser muy raquítico intelectualmente, por mucho que se piense que España tiene que ser un Estado de fronteras abiertas, para esgrimir estos argumentos de autoridad. Quizá porque previamente deberían entender qué es un Estado-nación, y cuáles son sus fundamentos estructurales a lo largo de los últimos doscientos años.
El desafío de la inmigración es infinitamente más grave y más violento que el desafío de la colonización porque tiene lugar en el seno de la nación y sobre el territorio mismo de la nación. Nada, por lo tanto, que ver con el siglo XV y XVI. La izquierda, entendida desde el marxismo constituyente de finales del siglo XIX, era universalista y, desde el punto de vista intelectual, podían ser aceptada o no sus tesis. Un siglo y medio después, el socialismo tabernario español no es ni universalista ni localista. Sencillamente no es nada. Ni siquiera queda claro que sepan lo que es un Estado-nación, que surge bajo la necesidad de defender a una comunidad nacional, fungida bajo unos lazos identitarios propios, pero que se justifica en la necesidad de preservar una frontera (seguridad exterior), una convivencia interna (seguridad interior), una Hacienda justa y hasta progresiva, y, finalmente, la defensa de unos valores, que para los tradicionalistas se conformarán por el acervo de sus ideas, en muchos casos de raíz cristiana, y que para los liberales, se fundamentará en la protección de los principios irrenunciables e individuales de libertad, igualdad y solidaridad.
Tampoco busquemos un modelo caracterológico en el que pueda encuadrar la política inmigratoria española en los últimos treinta años. Más allá de la inmigración circular y preferentemente iberoamericana que diseñó Aznar, o la inmigración sesgada del pujolismo que utilizó Cataluña como un taller experimental para impedir que los inmigrantes hablasen español, hasta que Lamal puso las cosas en su sitio, no hay nada. Como mucho, ese espectro anímico de la alianza de las civilizaciones de Rodriguez Zapatero, mucho antes de que descubriese el Parque nacional Camaina y el salto Ángel en Venezuela. Difícilmente se puede defender una alianza de civilizaciones con aquellos que han renunciado a la evolución civilizatoria, o que, en su creencia de que son civilización, niegan la nuestra. No es alianza, sino rendición, fruto de un pasmoso sentido de la irresponsabilidad política y de la tontuna ideológica.
Y es cierto que en un debate de ideas se pueden presentar dos corrientes, si reducimos el pensamiento de un modo elemental y binario: teóricos como Fukuyama mencionan que la movilización de personas conlleva a nuevos valores culturales que pueden representar oportunidades culturales y para la construcción de nuevos futuros, con un enfoque multicultural; mientras que otros teóricos como Brimelow, sostienen que el reto de la inmigración se basa en cuestiones históricas, culturales y sociales, y que la llegada de millones de personas genera fenómenos negativos en la sociedad receptora. Por ejemplo, entre 1918 y 1945, diversos grupos nativistas norteamericanos afirmaban que los europeos del este y sureste representaban "amenazas para el orden público y los valores norteamericanos". El resultado es que durante la década de 1960, el gobierno de los Estados Unidos estableció cuotas que limitaron el flujo de inmigrantes provenientes de las regiones antes mencionadas. Este antecedente y muchos otros en la historia en diversas regiones del mundo, nos indican que el Estado, además de proteger sus fronteras de lo que posiblemente considera una amenaza que pudiera ir en aparente detrimento de empleos, servicios públicos y eficacia en el abastecimiento de la seguridad social, también protege una serie de valores como lo son el lenguaje, las costumbres, o las tradiciones en sí.
La inmigración representa un reto al Estado-nación por conflictos o intereses divergentes en cuanto a seguridad, ciudadanía, lucha de poderes y construcción nacional. Respecto de este último punto, en cuanto concierne a la identidad, debe decirse que ésta puede ser determinada por diversos factores. Entre los primeros encontramos el origen nacional, la religión, la raza, el idioma, mientras que en segundo lugar se encuentran aquellos establecidos por las relaciones sociales, políticas y económicas. La representación de la identidad en las nuevas sociedades que surgen de los procesos de globalización y de inmigración, se pueden observar en términos del origen nacional, religión, raza, idioma, pero también a partir de aquellas definiciones políticas basadas en la ciudadanía y la cultura.
Lo que sí es evidente, y así lo han comprobado los estudiosos del fenómeno inmigratorio, es que una vez que se inicia la inmigración resulta difícil detenerla, ya que la movilización de personas se sostiene por redes informales. Dichas redes se van reforzando y van adquiriendo poder a lo largo del proceso, primero como facilitadoras de la inmigración y después como gestoras ante las instituciones, el Estado y la sociedad para dar solución a las desigualdades que confrontan las comunidades inmigrantes.
Por cierto, tampoco se resuelve intelectualmente el problema con una ventajosa reducción del "boom" demográfico español a la necesidad de fuerza laboral para sostener nuestro tejido productivo. Es un regate corto que puede servir como coartada inicial pero que no se sostiene en el tiempo. En la mayor mutación poblacional que ha sufrido la península española en su historia, no cabe el tacticismo claudicante. Hay que posicionarse y tomar conciencia política de lo que representa España como Estado-nación. De lo contrario, tanto Puigdemont en su viaje en su "free tour" entre España y Bélgica, como los inmigrantes del Sahel y del Magreb pensarán que España, en su conjunto, es una ONG: Españoles sin fronteras.