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Mario Garcés

La mente de los corruptos

Es tiempo de acabar con la murga de que la corrupción es inherente a la hispanidad y que, por consiguiente, hemos de aprender a tolerarla.

Es tiempo de acabar con la murga de que la corrupción es inherente a la hispanidad y que, por consiguiente, hemos de aprender a tolerarla.
El exasesor del exministro José Luis Ábalos, Koldo García. | Europa Press/Eduardo Parra

Según los últimos trabajos llevados a cabo en España en torno al fenómeno de la corrupción, tres de cada cuatro españoles considera que los políticos son corruptos por naturaleza y por definición. Si le hubiesen preguntado a Yolanda Díaz, habría discrepado en el porcentaje, que habría situado en cuatro de cada tres. Son días tristes para Sánchez, entre Aldama y La dama, achicando agua de un barco a la deriva en medio de un océano de aguas turbulentas. Cierto es que, hasta ahora, han aplicado las recetas del tratado del buen corrupto: primero, la negación de la corrupción; segundo, el reconocimiento y la exorcización del corrupto de tu tribu política; y, por último, la atribución al rival de la categoría de corrupto mayor, en el juego pueril de la comparación delictiva. En el tiempo presente en el que Felipe González y Alfonso Guerra se erigen en sanadores del PSOE, habrá que recordarles aquel magnífico libro de Cándido sobre la sangre de la rosa socialista o el final de la hegemonía personalista de González, enfangando en la pútrida miseria de la corrupción.

Citado a Cándido, es probable que algunos desconozcan que la palabra "candidato" procede del latín "candidus" y se refería al color blanco con que los aspirantes a un cargo público vestían para demostrar la pureza de sus intenciones. Eran otros tiempos. A lo largo de los últimos cien años, la inmoralidad política se ha presentado con diferentes manifestaciones, influenciadas por los sistemas de captación de voto, por el caziqusmo territorial o por el nepotismo de determinadas élites influyentes.

A pesar de que a principios del siglo XX pudiera pensarse que la corrupción era un mal necesario y aceptado, no dejan de haber ejemplos de políticos que, con mayor o menor determinación y sinceridad, hicieron del discurso contra la corrupción uno de sus principales pilares dialécticos. De la época se hizo famoso un político conservador de Palencia, de nombre Abilio Calderón, precisamente por un discurso beligerante contra la corrupción. Un día, siendo ministro, visitó Palencia y pronunció en la estación una arenga desde la ventanilla del break de Obras Públicas. Arrobado ante las siglas O.P. inscritas en el vagón, exclamó la ya célebre frase: "Ya lo dice aquí: ¡Onradez Palentina!". A decir verdad, Calderón recuerda a Ábalos en modales y en ortografía, pues casi un siglo después, el exministro de Transporte convirtió una investidura en una "embestidura", y a la fuerza hay que reconocer que no se equivocó.

Recordaba Carandell una anécdota de un político, de apariencia y maneras probas, caracterizado por su decidida lucha contra la corrupción. Esto no le impidió, sin embargo, darle una propina de veinticinco mil pesetas a un funcionario municipal que tenía que autorizar la construcción de una piscina en el jardín de su casa. Lo bueno fue que, después de haber recibido la propina, el funcionario le dijo al político: "Les voy a votar a ustedes. Me gusta mucho su programa. ¡Sí, señor! Luchar contra la corrupción. ¡Eso es lo que necesita España!".

A propósito de esta anécdota, existe una tentación generalizada en España por normalizar la corrupción, y hasta por justificarla en la medida en la que, para muchos, es un reflejo de la sociedad en la que vivimos. Aceptar esta premisa, además de erróneo, sería tanto como admitir que reconocemos una bajeza moral que no es tal. Es más, los que motivan esta decadencia moral en una suerte de disfunción cultural que nos separa de los países del norte de Europa, hasta convertir la Europa meridional en un nicho carpetovetónico de pícaros y aprendices de ladrón, no hacen sino rendirse a una realidad reversible. Es tiempo de acabar con la murga de que la corrupción es inherente a la hispanidad y que, por consiguiente, hemos de aprender a tolerarla.

Ya Lapuente en 2009 denunciaba que en España toda la cadena de la decisión de una política pública está en manos de personas que comparten un objetivo común: ganar elecciones, lo que provoca que se toleren con más facilidad comportamientos ilícitos, motivo a la vez por el cual, al haber mucho más en juego en unas elecciones (más allá del servicio a la ciudadanía, el secuestro de un modelo de particularismos, favoritismos, prebendas y prácticas clientelares), las tentaciones por otorgar tratos de favor a cambio de financiaciones ilegales de los contendientes políticos, sean también mucho más elevadas.

No cabe duda de que, como coinciden Lapuente y Villoria, el angustioso e intolerable nivel de corrupción de la España es consecuencia directa de unas élites partidistas profesionalizadas que, salvo muy escasas y honrosas excepciones, en lugar de servir a la ciudadanía han buscado y tristemente han logrado una captura clientelar, tanto de instituciones de control como de fondos públicos, todo ello con una voracidad desmedida.

Un siglo después, la corrupción continúa. Solo así se comprende el menosprecio, cuando no desprecio, de una parte importante de los ciudadanos a determinada clase política anclada en la subcultura de la corrupción. Y aquí no se ha salvado ni se salva nadie. Es más, hoy se está sembrando la semilla de muchos casos de corrupción que se acabarán conociendo con los años, porque las circunstancias que la provocan, no solo se han mantenido sino que se han agravado. La infantilización de la política, la profesionalización sin pudor, la impunidad aparente que lucen algunos con la cobertura de ciertos cómplices mediáticos, son los ingredientes básicos de la sopa boba de la delincuencia pública. Y están allí, a la vista de todos.

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