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Un fiscal general del Estado tan indigno como el Gobierno al que sirve

García Ortiz no tiene más manual deontológico que el manual de resistencia del no menos indigno presidente para el que tan servilmente trabaja.

Vaya por delante que, desde hace muchísimo tiempo y por muy diversos motivos, Álvaro García Ortiz ya debería haber presentado su dimisión como Fiscal General del Estado. En este sentido, los tres gravísimos varapalos judiciales que ya ha recibido por parte del Tribunal Supremo—en el que se incluyen la apreciación de "desvío de poder"—; o su escandalosa decisión de privar al Consejo Fiscal de emitir el dictamen solicitado por el Senado sobre la Proposición de Ley de Amnistía; o su decisión de ignorar a la Junta de Fiscales que concluyó, por abrumadora mayoría, que existían indicios para abrir una nueva causa al golpista Carles Puigdemont por terrorismo en relación con el Tsunamic Democratic, son sólo algunos ejemplos que hubieran justificado, cada uno por sí solo, el cese de tan indigno fiscal general del Estado.

Ahora bien, el hecho de que este miércoles el Tribunal Supremo, por unanimidad, haya decidido nada menos que imputarlo por un delito de revelación de secretos tras la escandalosa filtración sobre la investigación por delitos de defraudación tributaria y falsedad documental contra el novio de la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, no por previsible, resulta menos escandaloso: jamás en la historia de nuestra democracia quien preside el órgano que tiene encomendada la promoción de la acción de la Justicia "en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés publico tutelado por la Ley" había sido imputado por delito alguno.

A pesar de los numerosos y clamorosos indicios que el Tribunal Supremo señala contra García Ortiz, y que nos evocan más el proceder de un mafioso que de quien ha de velar por el cumplimiento de la ley, el gobierno de Sánchez ha salido en defensa de su fiel servidor político con el peregrino argumento de que imputan a García Ortiz "por decir la verdad".

Aunque ciertamente García Ortiz ha mentido al tratar de justificar su "nota informativa" —léase, filtración presuntamente ilegal— como una forma de desmentir inexistentes "bulos" publicados por diarios como El Mundo, Vozpopuli y Libertad Digital, lo cierto es que el Fiscal General del Estado no ha sido imputado por divulgar algo que fuera cierto o falso, sino por divulgar algo que estaba bajo secreto del sumario, violando así clamorosamente el articulo 4 del propio Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que, si bien permite a la Fiscalía "informar a la opinión pública de los acontecimientos que se produzcan, siempre en el ámbito de su competencia", pone límites a esas informaciones que siempre deberán mantener el "respeto al secreto del sumario y, en general, a los deberes de reserva y sigilo inherentes al cargo y a los derechos de los afectados".

Pero García Ortiz, en lugar de respetar el secreto del sumario y sus deberes de reserva y sigilo, prefirió convertirse en ariete político del gobierno en su artera campaña contra Ayuso por lo que pudo o no pudo hacer su pareja sentimental respecto al fisco en los tiempos en los que ni siquiera tenía relación alguna con la actual presidenta madrileña.

En este sentido no es de extrañar que la querella del novio de Ayuso contra García Ortiz fuese respaldada por el Colegio de Abogados, como tampoco es sorprende la petición de dimisión que ha reclamado hoy la Asociación Profesional de Fiscales.

En cualquier caso, que nadie se llame a engaño. El hecho de tener un fiscal general del Estado imputado será un envilecimiento institucional sin precedentes en la historia de nuestra democracia o de la de cualquier otro país de nuestro entono, pero no deja de ser un fiel reflejo de la degradación a la que nos ha llevado este gobierno sostenido por formaciones golpistas y antisistema. A la postre, García Ortiz no tiene más manual deontológico que el "manual de resistencia" del no menos indigno presidente del gobierno para el que tan servilmente trabaja.

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