
Uno de los dramas intelectuales de este siglo bobo que nos ha tocado vivir, y no el menor, es que ahora la política la hacen los jefes de gabinete. Así, desde que la idiotez posmoderna ha establecido que la realidad objetiva no existe y que lo único que importa es crearla de la nada a partir del relato, todos los políticos viven día y noche obsesionados con la comunicación. De ahí esa cargante proliferación diaria de frases pretendidamente ingeniosas, las que los altos cargos institucionales recitan ante los micrófonos de la prensa como papagayos tras serles dictadas al oído por el gurú mediático de turno.
Yo no sé quién le escribirá al presidente Sánchez, pero estoy seguro de que, sea quien sea, el nombre de José Luís Arrese no le sonará de nada. Arrase fue un falangista, ministro de Vivienda con el innombrable, que dijo aquello de que el régimen quería una España de propietarios, no de proletarios. La quería y, por cierto, la tuvo. Porque España, y hasta hace un cuarto de hora, fue exactamente eso: un país de propietarios. Hubo que esperar a que nos llegase desde el otro lado del Atlántico el nuevo progresismo woke y lgtbi+ friendly a fin de que aquí hubiera que hacer el mismo esfuerzo para comprar un yate que para hacerse con un piso en un barrio de las afueras.
A Sánchez le hizo decir el otro día su escribidor algo así como que no desea una España de caseros ricos y de inquilinos pobres. Suena bien clamar que BlackRok y compañía, los fondos buitre, son quienes controlan el mercado del alquiler. El problema es que eso no se compadece con la verdad. Simplemente, no es cierto. El grueso de los siniestros caseros españoles no son unos yankees explotadores, sino los vecinos de la esquina, gente de lo más normal y corriente. Al punto de que el 15% de los hogares españoles ingresa todos los meses rentas procedentes de arriendos urbanos. Ir a por ellos, es ir a por la propia base electoral del PSOE.