Los españoles disponemos de una norma fundamental que establece de modo solemne que somos iguales ante la ley. Si bien también ordena en una de sus disposiciones adicionales, aunque de modo menos solemne y más sibilino, que unos son más iguales que otros. Nos gusta engañarnos al respecto, pero resulta ser la propia Constitución quien legitima la asimetría entre personas y territorios. De ahí que vascos y navarros, a la hora de la verdad, no aporten ni un solo céntimo a los gastos comunes necesarios para el sostenimiento del Estado. Derechos forales, o sea medievales, se llama esa estafa política, jurídica, intelectual y moral que nuestros tan celebrados padres de la Constitución colaron por la puerta de atrás a los españoles del futuro.
Hasta ahí, pues, no hay demasiado que celebrar. Pero es que ese texto tan loado arrostra otra tara congénita igualmente notable, a saber: la de su carácter irreformable en la práctica. Porque la Constitución española, para los que aún no lo sepan, no se puede reformar en ninguno de sus capítulos importantes. Y no se puede reformar porque fue redactada por los glorificados padres de marras con esa muy precisa intención, la de que resultase políticamente imposible alterar las líneas maestras del modelo de Estado que en ella se configura.
De ahí que el juego de sucesivas mayorías reforzadas que exige el muy complejo mecanismo que fija el procedimiento previsto en ella misma para, por ejemplo, tocar siquiera una coma del Título Octavo, el referido a las Comunidades Autónomas, condene de antemano a la melancolía a cualquiera que intentase llegar a alguna parte atravesando ese camino minado. Tampoco, en consecuencia, gran cosa que festejar por ese lado. Y eso que todavía no hemos hecho mención al zorro mandatado por la Carta Magna para vigilar el gallinero. Porque el Tribunal Constitucional, y también en la práctica, ha devenido en muy poco más que una tercera cámara cuya función real se circunscribe a disputar a las Cortes Generales su condición de sede de la soberanía nacional. Es hora, sí, de comenzar a desacralizarla.