
El comunismo no quería abolir el trabajo, sino el régimen de producción burgués, pero sus distantes herederos son cada vez menos deudores de Marx y más de su yerno, Lafargue, autor de El derecho a la pereza. No viene esto por la reducción de media hora de la jornada, que la ministra de Trabajo ha aireado como un hecho histórico, algo que sólo puede ser si la historia ha reducido su tempo al minutaje de un telediario. Viene por el cuento que le ha echado a los treinta minutos. Por la visión o filosofía del vivir que aparece en comentarios tipo: "el trabajo no es un fin en sí mismo", "no vivimos para trabajar" (falta el latiguillo: "trabajamos para vivir"), que son como los que se oyen los fatigados lunes alrededor del vending de la oficina. Esa visión, igual de prosaica, dice que el trabajo es una condena, que el trabajo no es la vida y la vida no es el trabajo y que cuanto menos se curre, mejor.
La vieja izquierda tenía la idea de dignificar el trabajo y al obrero, y alentaba un orgullo del trabajador que lo distanciaba de la condición de autómata que aprieta tornillos en los tiempos modernos de Chaplin. Pero aquella izquierda tenía relación con la clase obrera y esa es una grandísima diferencia con la de hoy. Para los de antes, el lugar de trabajo era un centro importante, un espacio de socialización y organización. Para los de ahora, el centro de trabajo es el lugar a evitar y a abolir. La izquierda actual quiere que el trabajador esté en casa haciendo labores del hogar. O mano sobre mano. En su oposición al negocio, exalta el ocio como principio y fin de su nostalgia de la revolución.
Con estos mimbres, el paro no será un problema, el parado tendrá el status ideal y el día en que la inteligencia artificial haga ociosos a más trabajadores de los que ya lo están, será un día de celebración. La exaltación del ocio remata el distanciamiento de la izquierda de su antigua idea de la clase obrera como sujeto revolucionario. Marcha hacia un sujeto sustitutivo, que no se caracteriza por lo que hace, sino por lo que no hace: una clase ociosa, como lo fue la aristocracia, pero se supone que sin gente que trabaje para ella. Esta filosofía del ocio, muy de bata y zapatillas, se inspira más en la indolencia y la desidia que reinaban al final en los paraísos socialistas, que en el estajanovismo de los albores de la dictadura del proletariado.
Hace varias décadas, podía uno encontrar en sectores de la izquierda a gente que decidía "proletarizarse". Por vivir como la clase obrera de sus sueños, colgaban los libros —casi todos eran universitarios— y se iban a trabajar a una fábrica. Lo que hacen hoy los izquierdistas más radicales es montar bares, lugar preferente del ocio en España. A la luz de Max Weber, este aborrecimiento del trabajo se podría ver como una conversión de la izquierda al catolicismo. Un alejamiento, en todo caso, del puritanismo ascético que, según la tesis weberiana, contribuyó a forjar el orden económico moderno. La ociosidad que propugna la izquierda no impregna, por suerte, a todo el que trabaja en España. Hay gente para la que su trabajo es una parte de su vida que merece la pena vivir y por la que merece la pena esforzarse. Sin ellos, poco haríamos en el mundo frente a culturas donde el trabajo no se disocia del resto de la vida ni se ve como maldición bíblica. Pero la filosofía del vending, elevada a dogma gubernamental, es nociva. Lo es para las personas, que suelen querer hacer algo de valor, algo bien hecho, con su ocupación. Poner en términos antagónicos vida y trabajo, amarga el trabajo y amarga la vida.