La política exterior de un país no se improvisa en despachos opacos ni se rinde por capítulos ante presiones extranjeras. Y, sin embargo, eso es exactamente lo que lleva un tiempo haciendo el Gobierno de Pedro Sánchez en su relación con Marruecos. La visita por sorpresa a Madrid del ministro de Exteriores marroquí, Nasser Bourita, y la inmediata reafirmación de José Manuel Albares del respaldo de España a su plan de autonomía para el Sáhara no es un gesto diplomático menor: es otro peldaño en una escalera de cesiones opacas, unilaterales y profundamente lesivas para los intereses nacionales.
El giro radical que el Ejecutivo dio en 2022, al abandonar el tradicional equilibrio en la cuestión saharaui y alinearse con Rabat sin condiciones, no ha sido explicado ni debatido. No se ha sometido al control del Congreso, no ha motivado explicaciones convincentes por parte del Gobierno y ni siquiera ha ido acompañado de un mínimo gesto de transparencia hacia la oposición o hacia los ciudadanos. Se ejecutó, y se sigue ejecutando, como si la política exterior de España fuese un asunto personal de Pedro Sánchez. Como si nuestros principios, nuestros compromisos internacionales o las consecuencias de nuestras decisiones geoestratégicas no merecieran más análisis que la valoración de lo que mejor convenga a Mohamed VI.
La cuestión adquiere un tinte especialmente inquietante si se tienen en cuenta las sospechas de que altos cargos del Estado español fueron espiados por nuestros vecinos del sur mediante el software Pegasus. El propio Gobierno admitió que tanto Pedro Sánchez como su ministra de Defensa, Margarita Robles, así como miembros de su círculo más cercano, fueron objetivo de ataques cibernéticos, sin concretar nunca quién los llevó a cabo. Desde entonces, sin embargo, lo único que sabemos es que Rabat ha obtenido lo que parecía impensable: el respaldo incondicional de España a su plan para el Sáhara, el silencio ante las violaciones de derechos humanos en la región y el olvido sistemático de las afrentas recibidas en forma de crisis migratorias provocadas. A tenor de la comparecencia entre Albares y Bourita, la única pregunta relevante sigue sin respuesta: ¿qué le debe Sánchez a Marruecos?
Mientras tanto, el precio de este giro diplomático absolutista ha recaído exclusivamente sobre los intereses españoles. La ruptura con Argelia —socio prioritario en el suministro de gas— fue una consecuencia inmediata del respaldo de Sánchez al plan marroquí sobre el Sáhara. Esto ocurrió en pleno estallido de la guerra de Ucrania, cuando toda Europa buscaba diversificar su acceso a la energía, y supuso un coste geopolítico y económico de primer orden asumido sin debate ni explicaciones. Todo por una decisión personal, tomada de espaldas al Congreso, a la oposición y a la propia tradición diplomática española.
No estamos ante una política exterior: estamos ante una sumisión sin debate, sin luz y sin taquígrafos. Un atropello a la soberanía nacional ejecutado con la prepotencia de quien se sabe impune y el silencio de quien no se atreve a dar explicaciones. Sánchez y Albares están hipotecando la posición internacional de España a cambio de nada. O peor aún, a cambio de que no sepamos nunca nada de lo que de verdad les somete a ellos y, por extensión, al resto de españoles.