
Tan lejos de la ermita de otras Semanas Santas, no sé si vaporean con claror celestial los trigales que la cercan, con ese cielo mullido del Viernes Santo gallego, que siempre parece manta arropando tierra y mar, cayendo plomizo hasta extinguir la luz, y hacer que campo y urbe sean Miserere. Aquí procesiona amarga la lluvia, en este otro rincón del noroeste español, en la tarde de la soledad. El diapasón del calendario litúrgico ordena no solo nuestros ciclos de descanso, sino toda nuestra razón de ser.
La melodía de estacas de los pasos es aquí la gotera de la ventana, y la calle un desierto gris, a ratos oscuro como la noche que se acerca. Viernes Santo. Stabat Mater, árbol de la cruz, y estaciones penitenciales. Atardece, porque acecha ya la madrugada del silencio. Cristo abandonado. Altar desnudo. No hay cruz, ni mantel, ni candelabros. Tabernáculos vacíos y templo entre tinieblas. Son las horas huérfanas, la ausencia de Dios en la tierra. La bruma en la conciencia del cristiano viejo es ahora el retumbe sereno de las Siete Palabras, que van del grito de la redención universal "Pater dimitte illis, non enim sciunt, quid faciunt" al vilo de fe de la despedida, "Pater in manus tuas commendo spiritum meum".
"Pues si le vieres orar / aquesta noche en el huerto / y con sospiros llorar / y viva sangre sudar / d’angustias cayeras muerto", reza el Auto de la Pasión de Lucas Fernández. Huerto de los olivos. Cristo y cruz. Noche y esperanza. Penumbra que espera la luz. Cristo y cruz en cada rincón de España. Belleza litúrgica, exaltación popular, cultura fervorosa de las gentes sencillas, transmitida de generación en generación. Llenando de tonos rojos y morados el doliente abandono del vía crucis.
"¡Cantar de la tierra mía, / que echa flores / al Jesús de la agonía, / y es la fe de mis mayores!", la Saeta de Antonio Machado, esa "nodriza de la esperanza en Cristo salvador" del de Velázquez de Unamuno, el tal vez anónimo soneto al Cristo crucificado, el "Inocente Cordero" de fray Luis de León, o el Góngora que se debatía entre las dos hazañas grandes de cristo, la cruz y el pesebre: "Pender de un leño, traspasado el pecho / y de espinas clavadas ambas sienes".
Las llagas de Cristo del toledano Valdivielso, el desolado "Al bajar de la cruz" de Lope, o el instante ulterior a la muerte de Jesús fotografiado por Quevedo: "Pues hoy derrama noche el sentimiento / por todo el cerco de la lumbre pura, / y amortecido el sol en sombra obscura / da lágrimas al fuego y voz al viento". O las preguntas al pie del madero del Manuel Machado que sonetea "Ante Jesús Crucificado": "¿Que por mí en esa Cruz estás clavado? / ¿Que por mí se horadaron tus divinas / manos y estás ahí desnudo y yerto?".
Cada rincón del callejero, cada viejo poemario, cada obra de arte, cada tradición local, cada costumbre regional, en estos días santos, está traspasada del gran triángulo teologal, fe, esperanza y caridad. A quien experimenta la fe, es concesión no conquista, le caldea el corazón tanta tradición cristiana, tanto símbolo, tanto recordatorio de cada instante de la Pasión del Señor; pero a quien no vibra con la fe, también estos días de pasos, himnos en latín, incienso y saetas, le conquistan los sentidos, le abruman en su belleza, le cuestionan las torpes verdades absolutas del incrédulo, le dirigen hacia una cierta aspiración de eternidad, y le bañan al fin de esperanza, cuando el luto cristiano explota en la luz de la Santa Pascua.
Qué suerte tan desatendida, tan poco meditada, tan poco exaltada. Qué suerte, digo, haber nacido en esta España que sangró como Cristo a través de los siglos por ser cristiana, por ser de Dios, en su cultura, en su tradición, y en su fe. Y que se arroja silente, otro Viernes Santo, agarrada la mano de Nuestra Señora de la Soledad, al pie de la inmensa cruz de la misericordia.