
Al senador Alfonso Serrano, del Partido Popular, le han hecho un desplante los nacionalistas cuando exponía su rechazo a extender el uso de las lenguas cooficiales a todos los debates y textos de la Cámara Alta. Las palabras del senador, que provocaron que abandonaran el hemiciclo, exponían la hipocresía de quienes exigen en las instituciones un uso pleno de las cooficiales. Lo que dijo Serrano, esencialmente, es cierto. Cierto es que cuando negocian Santos Cerdán y Puigdemont en Waterloo no llaman a unos intérpretes, sino que hablan los dos en español. Cierto, que cuando se juntan los del PNV, Bildu y Esquerra para sus asuntos, no hay traducción simultánea ni pinganillos porque aprovechan que todos conocen la lengua común. Y cierto, que los que piden siempre más espacio para las lenguas cooficiales en las instituciones comunes, no paran de quitar espacio al idioma español y acosar a sus hablantes allí donde tienen poder suficiente.
Todo ello es cierto, pero el problema es que la hipocresía es elemento fundamental del plan nacionalista. Aunque su programa máximo es eliminar el español de las autonomías bilingües y hacerlas monolingües, la vía hacia ese máximo pasa primero por hacernos a todos hipócritas. ¿Cómo es? Pues es lo que ocurre en cualquier comunidad autónoma bilingüe. Se ejerce una presión constante sobre los ciudadanos para que sean hipócritas y en el espacio público utilicen exclusivamente la lengua cooficial, aunque su lengua habitual sea la española. Naturalmente donde más presión se ejerce para conseguir que, de puertas afuera, no se hable nunca español y parezca que nadie lo habla en privado es en la política. En esto las apariencias importan mucho y, en realidad, lo importan todo. Porque el tema es la sumisión. Se trata de conseguir que nos sometamos al relato nacionalista sobre las lenguas, que es el núcleo del relato nacionalista. Y la sumisión debe hacerse visible, antes que nada, en el terreno de lo simbólico.
La hipocresía es el motor de esa sumisión. Cualquiera que resida en una comunidad bilingüe, lo habrá experimentado o visto mil veces. Lo ejemplifica esto que me dijo hace muchos años un periodista de la radio: "Aquí están hablando todos en español, pero cuando se abre el micrófono, hablan en gallego". Así era y así es en la política. Y en la cultura y en otros ámbitos donde se tiene gran cuidado en usar la lengua "correcta". Se evita por todos los medios que en las instituciones autonómicas se refleje la realidad bilingüe de la sociedad. El español, en la práctica, está proscrito. Hablarlo se considera una falta de sensibilidad. Y esto no sucede solamente allí donde gobiernan nacionalistas y socialistas. Hubo unos años en los que se hablaba más español en el Parlamento catalán, por la presencia de Ciudadanos, que en el Parlamento gallego, dominado por el PP.
En lo autonómico, la sumisión es completa. Como sin querer, pero queriendo, lo certifica el propio nombre de la Normalización Lingüística. El santo y seña de leyes y planes destinados a recuperar el prestigio y el uso de lenguas que habían estado desterradas del espacio público bajo la dictadura dice que la normalidad son ellas y que hablar español es lo anómalo. Con la extensión del uso de lenguas cooficiales en el Congreso y el Senado no se busca otra cosa que extender la sumisión al relato nacionalista a las instituciones comunes de los españoles. Y en esto, los nacionalistas son coherentes hasta el final. Para ellos, no hay casa común que compartir y sí: quieren que nos sintamos como extranjeros, a ver si algún día, además, lo somos.