
Los acontecimientos se aceleran y las portadas de la prensa no cesan de airear mierda; al tiempo, los cargos públicos del PSOE que todavía tienen a los hijos en el Bachillerato y la hipoteca a medio amortizar comienzan a inquietarse ya por su futuro laboral. Esto no va a admitir otra salida que el adelanto de los comicios. Ante esa conjetura, la más verosímil, a Feijóo se le plantea un dilema existencial, a saber: no hacer nada, que es lo que siempre le pide el cuerpo a la gente del PP con mando en plaza, o hacer algo, asunto que resulta más desagradable y cansado. Así las cosas, mi pronóstico es que concederá hacer lo mínimo posible. Y se equivocará.
Porque la premisa que late tras ese dontancredismo que tanto prescriben los estrategas de Génova a su jefe en las últimas horas se basa en la presunción ingenua, casi naif, de que al público socialista le escandaliza grandemente la corrupción institucionalizada en el seno de su partido. Pero si algo demuestra la historia electoral de la joven democracia española es que a los votantes de los principales grupos políticos del sistema, tanto los de ámbito nacional como los nacionalistas periféricos, la cuestión les conmociona bien poco a la hora de meter la papeleta en la urna. Y no hay razones de peso como para presumir que esta vez vaya a resultar distinto.
Maletines y puterio a mansalva - recuérdese los míticos calzoncillos del difunto Roldán - hubo mucho más en tiempos de Felipe González, el papá del ahora regenerador Madina. ¿Influyó algo todo aquello en el sufragio del pueblo soberano? Poco, muy poco. Que la carrera política de Pedro Sánchez haya llegado a su final, hipótesis que parece fuera de toda duda, no significa que el Partido Socialista también esté condenado a sufrir la misma suerte que su todavía líder. Que Feijóo llegue o no a la Moncloa, es algo que va a depender de lo que hagan dos actores secundarios: la izquierda volátil y el separatismo catalán de derechas. Y eso igual se lo tendrá que trabajar.