
Para los que lo vivimos desde dentro, el prusés fue un proceso colectivo de renuncia voluntaria a la razón y a la lógica. Las masas nacionalistas, que nunca llegaron a ser ni siquiera la mitad de los catalanes, pero que ocuparon 24/7 durante una década el 100% del espacio mediático, político y público de toda España, abandonaron cualquier conato de racionalidad, entregándose al discurso adolescente y demagógico de absolutos lunáticos, encabezados por Puigdemont y Junqueras, dos bufones ridículos con la profundidad intelectual de un charco sucio en un descampado de Chernóbil. Por el camino se rompieron parejas y amistades y en las oficinas se dejó de hablar de política, convencidos los separatistas de que cualquier persona que no apoyara sus delirios era una versión contemporánea de Franco y Hitler. Todo el mundo era facha menos ellos, dispuestos a pasarse la legislación vigente por el forro de los calzoncillos Quechua en el nombre de su lengua y su bandera.
El prusés acabó aplastado por el peso de la realidad, entre obviedades que cualquier estudiante de instituto no afectado por el excesivo consumo de estupefacientes había deducido por sí solo en los primeros diez minutos de Telenotícies. Ningún país reconoció la declaración de independencia, el golpismo acabó en la cárcel o a la fuga, y el total de funcionarios de la Generalidad que arriesgaron su sueldo y sus privilegios para defender el aborto republicano catalán ascendió a cero. Y entonces llegó Pedro Sánchez.
Cuando los partidos de Puigdemont, Junqueras y Txapote votaron a favor de instalar al marido de la hoy pentaimputada Begoña Gómez en el Palacio de la Moncloa, cualquier persona con un lóbulo frontal más grueso que una loncha de jamón york dedujo que algo les habría prometido Sánchez a golpistas y terroristas a cambio de su apoyo, pero desde la izquierda se dijo que por supuesto que no, qué locura es esta, cómo va a hacer algo así nuestro Pedro, con lo guapo que es. Todos sabemos lo que ha sucedido desde entonces. Durante un par de años, sin embargo, la izquierda opinante mantuvo la ficción de ser esporádicamente crítica o al menos vigilante con la gestión gubernamental. A partir de la pandemia eso se acabó. Gente aparentemente en sus cabales se compró camisetas con la cara de Fernando Simón mientras insultaba a quien no se pusiera una mascarilla para caminar a solas por el campo a quince kilómetros del ser humano más próximo. Personas que en su vida anterior parecían sensatas aullaban histéricas desde el balcón cuando veían pasar una madre llevando a su hijo de la mano. Seres humanos con lo que parecía un cerebro funcional echaban espumarajos por la boca ante la mera insinuación de que los toques de queda y el estado policial no parecían haber servido de mucho a la hora de evitar la muerte de decenas de miles de personas. La paranoia inducida por la propaganda gubernamental alcanzó a casi todo el mundo, pero muchísimos votantes y simpatizantes del PSOE y sus socios chavistas jamás regresaron de allí. Convencidos por el martillo mediático goebblesiano progresista de que sólo el hercúleo pecho de Su Sanchísima Pedridad había salvado las vidas de docenas de millones de españoles, comenzaron a regurgitar el argumentario gubernamental sin cuestionárselo lo más mínimo, y hoy los tienes convencidos de que Begoña Gómez y el Fiscal General del Estado son víctimas de una persecución judicial, el terrorista Otegi un hombre de paz, Silvia Intxaurrondo una periodista independiente y Sánchez un tipo enamorado de su mujer con gran proyección internacional. Por supuesto, intentar cualquier diálogo con gente que cree que Sarah Santaolalla está en TVE por sus amplísimos conocimientos politológicos es igual de inútil que hacerlo con los Guardias Rojos durante la época de Mao-Tse Tung o con un terraplanista.
Hay un tercer capítulo en la conversión de la sociedad española en un lodazal goyesco, o sea su cataluñización, que está empezando justo ahora. Cada vez más una parte de la derecha se abraza a argumentos ridículos y desdeña con un odio creciente a quienes desde posturas tradicionalmente liberales se los rebaten. Como sucedía en la Cataluña del prusés, la huida hacia adelante es veloz y no admite prisioneros. Para el separatismo éramos fascistas catalanófobos por recordar que las leyes existen; para la derechita valiente, somos liberalios cobardes amantes de los moronegros por, bueno, exactamente lo mismo. Heces argumentales cuya procedencia moscovita debería ser evidente para cualquier persona con un número de ojos en la cara superior a cero son tratadas como verdades intocables mientras se abren debates absolutamente alucinógenos sobre la pureza de sangre de los españoles y sobre si casarse con un mexicano blanco convierte a los hijos de alguien en mestizos.
A estas alturas del siglo XXI la polarización es inevitable, y el gobierno hipercorrupto Sánchez/ETA nos ha radicalizado a todos abundante y generosamente, pero hay debates que no llevan a ningún sitio. Sánchez sigue gobernando desde 2023 porque Abascal perdió veinte escaños en las elecciones más fáciles de la historia, y los perdió por meterse en debates que al españolito medio no es que le den igual, es que le dan asco. Sería bueno que la derechita valiente no volviera a cagarla otra vez con sus neuras. Por favor y gracias.

