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Razones para descreer

Algo interesante de cualquier teoría conspiranoica es que, en el fondo, todas tienen razón.

Algo interesante de cualquier teoría conspiranoica es que, en el fondo, todas tienen razón.
El nuevo secretario de Sanidad, Robert F. Kennedy con su mujer Cheryl. | Cordon Press

De modo que todo se resume en quién confías, en el fondo, cuando lo único que queda es confiar. Hace unos años, en una casa rural a las afueras de Salamanca, tuve mi primera interacción con un terraplanista. Fue durante una de esas fiestas de cumpleaños que parecen popurrís y que devuelven, a la persona que las organiza, el reflejo de su propia vida igual que una macedonia de amigos tan diversos como las aristas de su personalidad. Habíamos comido paella y bebido alrededor de un fuego improvisado. Habíamos recorrido los alrededores de la casa aprovechando la noche, ausente de contaminación lumínica, para apreciar las estrellas. Nos habíamos fiado de una aplicación que nos explicó las constelaciones y relató sus mitos. Por eso, quizá, resultó todavía más abrupta la revelación final de aquel buen hombre, encantador y amabilísimo. El meollo de su tesis se resumía básicamente en eso, en que, en última instancia, él no se fiaba de las supuestas verdades reveladas sobre las que el resto habíamos construido nuestra visión del mundo. Que él, como Santo Tomás, no había introducido el dedo en la llaga del Teorema de Pitágoras, por ejemplo; que no entendía con la profundidad de Gauss los atajos sibilinos de las matemáticas; que todo lo que conocía de las leyes de la física estaba escrito en negro sobre páginas tan blancas como las de cualquier novela mágica; y que por tanto lo mismo le suponía creer en el consenso general científco que en un debate de Youtube.

El porqué decidir creer antes en lo segundo que en lo primero no llegó a revelárnoslo nunca, pero tampoco necesitó hacerlo. Como un profesor de secundaria en una serie adolescente, había querido señalarnos las sombras de la caverna platónica en la que vivimos todos, incitándonos a pensar. Y lo hubiese conseguido si la fe en los principios que sostenían su terraplanismo no resultase todavía más absurda que la nuestra. Y si él mismo hubiese reconocido también su fanatismo ciego, su abandono ilógico a un último acto de confianza inesquivable, al fin y al cabo igual de azaroso que el que denunciaba en nosotros, solo que todavía más endeble e irreal.

Algo interesante de cualquier teoría conspiranoica es que, en el fondo, todas tienen razón. Es verdad que el total de los mortales delegamos la construcción del primer cimiento de nuestras creencias en confianzas no verificadas y que ese es uno de los pesos muertos que la ciencia llevará siempre en su seno. Lo más interesante de cualquier teoría conspiranoica, sin embargo, está en que ella misma no escapa a la misma paradoja, por lo que toda alternativa que proponga para abrirnos los ojos chocará inevitablemente contra aquello que le otorga, en principio, su credibilidad.

La conclusión es que el hecho de creer en las vacunas o no hacerlo, en que el paracetamol produce autismo o en que la Luna es un holograma, se me ocurre, se resume en quién confías, en el fondo, cuando lo único que queda es confiar. Por supuesto, siempre hay voces más confiables que otras. Por ejemplo, la de la Teoría de la Cognición Cultural que recoge Ricardo Colmenero en El Mundo parece bastante sensata: "La sociedad moderna ya no evalúa los hechos científicos de manera racional ni los datos por su veracidad, sino por cómo encajan en sus valores y creencias (...) La evidencia no solo informa, sino que también amenaza o refuerza identidades de grupo". Me pregunto a quién puede interesar exactamente que eso ocurra. Y si a promoverlo podemos llamarlo conspirar.

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