
Como sabrán los lectores que me conozcan, yo vivo durante la mayor parte del año en un pueblo de la costa gallega. Lo que acaso algunos ignoren es que arrastro desde hace tiempo un problema de humedades en el techo del comedor. Ocurre que la reparación de ese incordio doméstico, el de las humedades en mi salón, lleva dos largos años de retraso acumulado. Y ello por la muy prosaica razón de que no hay en toda Galicia, al igual que ocurre en el resto de España, trabajadores suficientes del sector de la construcción para dar salida a la enorme demanda de sus servicios. De ahí que, a estas horas, yo siga esperando.
Bien, así las cosas en el gremio del ladrillo y oficios afines, el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, acaba de anunciar que va a promover, a cortísimo plazo además, la edificación de 200.000 viviendas nuevas en Cataluña, la práctica totalidad de ellas de carácter social. ¿Qué precio de coste puede tener hoy un piso nuevo, de tamaño medio y sito en un solar baratito? Pongamos una cifra prudente: 150.000 euros. He multiplicado 150.000 por 200.000 en la calculadora del ordenador. La pantalla me ha ofrecido un resultado enigmático: 3.E10. Esa notación arcana, una vez traducida a magnitudes comprensibles, equivale a trescientos mil millones de euros.
O sea, Illa va a contratar a los trabajadores de la construcción que no existen para que edifiquen doscientas mil casas nuevas que tampoco existen, las mismas que no haría falta que existiesen si Cataluña no hubiera recibido la enormidad de dos millones de inmigrantes en apenas veinte años. Por lo demás, esas obras las va a pagar con un dinero igualmente inexistente, ya que su monto casi equivale al presupuesto total de la propia Generalitat. Huelga decir, en fin, que esa ensoñación sólo remite a una fantasía disparatada que jamás se va a materializar en nada tangible. Pero la almendra del absurdo es que la población autóctona de Cataluña seguimos siendo 6 millones, exactamente igual que en 1980. Y todos tenemos casa.
