
Puigdemont, con el muy impresionante respaldo unánime de la Ejecutiva de Junts, se fue el lunes a Perpiñán, pero no a ver una peli porno, que acaso hubiese sido lo suyo, sino para contarnos que ha roto con Madrid porque no sabe cuánto dinero gana al año el aeropuerto del Prat, amén de otra media docena de chorraditas baladís de parejo calado político. Yo cené una vez con Maurici Lucena, el presidente de Aena, un hombre muy afable, y no se me ocurrió preguntarle qué cantidad factura el Prat cada doce meses, una vez descontados, claro, los gastos corrientes, las nóminas del personal y las amortizaciones del material fijo. Pero estoy seguro de que me lo hubiese dicho en caso de haberle planteado tan trascendental asunto de Estado a los postres.
Puigdemont, como los malos actores y los malos tertulianos, sólo es capaz de manejar un único registro escénico, vaya de lo que vaya el guion que proceda interpretar; en su caso específico, se trata siempre de una sobreactuación que quiere ser dramática, pero que de modo fatal termina instalada en el terreno de lo tragicómico. A mí, cuando se pone trascendente y tremendo, Puigdemont me recuerda a aquel personaje, el director de la compañía de teatro ambulante, que interpretaba Fernando Fernán-Gómez en El viaje a ninguna parte. Así, fiel a su biografía, el Payés Errante caló el chapeo, requirió la espada, miró al soslayo, fuese y no hubo nada.
Y es que nada hubo, como tampoco nada va a haber. A fin de cuentas, nada y anunciar que no le piensan votar el presupuesto al Gobierno, que de eso fue el parto de los montes en Perpiñán, son la misma cosa. El Gobierno dispone hoy de una recaudación fiscal extraordinaria, fruto de la fase del ciclo que le ha tocado en suerte, y, por si todavía fuese poco el maná tributario, aún puede seguir disparando a discreción con esa pólvora del rey llamada fondos europeos. Con tal lluvia de millones, vetar el Presupuesto a Sánchez no pasa de pellizco de monja.
