Enunciada por Anne Krueger y desarrollada sistemáticamente por Gordon Tullock, la teoría de la búsqueda de rentas o rent-seeking puede ayudarnos a centrar la cuestión (aunque la terapia que propone, como veremos, sea inútil): el gasto público no se reparte conforme a los criterios de la oferta y la demanda, coherentes con las necesidades y la eficiencia dinámica, sino, por el contrario, conforme al criterio del ruido, es decir, conforme a la capacidad de los grupos de presión de hacerse oír y de chantajear, con el objetivo de buscar rentas que se concreten en subvenciones, aranceles, cuotas y otro tipo de privilegios. O dicho de otra manera: se llevan el premio los que, aunque invoquen al conjunto de la sociedad, consiguen elevar sus asuntos particulares a la agenda política.
Para confirmar que esta dinámica existe y que, además, supone el grueso de las operaciones políticas, vayamos a la realidad: el Estado del bienestar se justifica sobre todo sobre la base de las políticas de pensiones, atención a la dependencia, sanidad y educación (ámbitos que supuestamente inciden en la legendaria "igualdad de oportunidades" y sin los cuales se hundiría, porque apenas sobrepasaría los términos de un Estado mínimo); sin embargo, donde encuentra su razón de ser, donde verdaderamente se libra la batalla, es en las políticas de "protección" e "impulso": protección e impulso de la industria naciente, de la industria débil, de la industria propia.
Casos claros y vergonzosos de este tipo de búsqueda descarada de rentas (rentas que, recordemos, se dan a unos y no a otros, constituyendo un juego de suma cero) son, en el caso de España, las ayudas al cine y, en el caso de la Unión Europea y Estados Unidos, las ayudas a la agricultura y la política comercial, librecambista de forma muy parcial. Los efectos son a todas luces negativos, porque pervierten la estructura de incentivos e incluso en los propios términos neoclásicos atentan contra la eficiencia asignativa.
Desde este punto de vista, la búsqueda de rentas sería el verdadero motor de las democracias, y precisamente el carácter "democrático" de las mismas residiría en esa "libre" competencia entre grupos de interés organizados para obtener un beneficio privado y privativo a expensas de un costo social mayor que, además, se externaliza socializándose. Pero la pregunta es: ¿acaso esto es inevitable?
Hay dos posibles respuestas. Sin embargo, el sólo hecho de plantear la pregunta, de preocuparse lo más científicamente posible de esta cuestión, ya supone ir completamente a contracorriente, ya que supone negar implícitamente varios de los pilares en los que se asientan tanto la economía neoclásica como la mayoría de las corrientes de la Ciencia Política, principalmente el de la inmunidad de los burócratas, hasta entonces considerados hombres superiores, angélicos, connaturalmente eficientes y altruistas, capaces de captar el bien público y aprehenderlo mediante sus políticas (dogma que alimentó Keynes al discriminar entre los criterios de inversión de los agentes privados y los agentes públicos; no en vano en el neokeynesianismo se refugian los oídos sordos a las críticas de la teoría del rent-seeking).
Según Tullock y en general los teóricos de Public Choice, este problema puede solucionarse en parte impulsando el Estado de Derecho y la igualdad ante la ley, porque la búsqueda de rentas desemboca, en definitiva, en privilegios, en una suerte de perversa relación bilateral en la que ganan únicamente dos: la clase política –cuyo objetivo es la maximización de votos, que suponen puestos y, por tanto rentas– y los subvencionados o "protegidos". Fortalecer la imparcialidad de las reglas del juego dificultaría el rent-seeking, aunque admiten en parte su naturalidad en los procesos políticos y el grave problema de su permanencia, por lo que Tullock ha denominado la "trampa de las ganancias transitorias": aunque el privilegio se plantee como coyuntural, como una "necesidad del momento" o como una "ayuda circunstancial", lo cierto es que el privilegio tenderá a perpetuarse, porque las dos partes beneficiadas presionarán en ese sentido (y una de ellas es la que posee el poder).
No obstante, desde un punto de vista austríaco, esta solución planteada por la Public Choice es forzosamente baldía, fundamentalmente por dos motivos: porque no niega la imposibilidad epistemológica del cálculo centralizado y porque no niega la inexistencia de ese bien común al que tendrían que servir fielmente las instituciones políticas. Lo cierto es que no hay solución, sino acaso la concienciación de que se trata de una dinámica profundamente injusta: la asignación de rentas es totalmente discrecional pero, por la propia naturaleza del cálculo económico (en estas condiciones, imposible), inevitable. Y como no hay manera de saber qué demanda la gente si no es en un mercado libre en el que se plasmen las preferencias sin coacción, se recurre a ciertos grupos de gente más ruidosa que extrapolan retóricamente sus necesidades al conjunto; no obstante, los beneficios que obtienen son absolutamente privados.
Esta afirmación puede ser acusada de cierto fatalismo. No obstante, siendo realistas o, mejor dicho, no haciendo trampas (aplicando los mismos criterios de racionalidad microeconómica a todos los individuos, sean políticos, burócratas, empresarios, consumidores o trabajadores), parece razonable suponer que la búsqueda de rentas no se realiza precisamente para minimizar los costos de llegar a un acuerdo (suponiéndolo implícitamente posible y rebajando las exigencias de la unanimidad, como hace la Public Choice), sino que es inevitable precisamente porque esa unanimidad, cuando se trata de ingresos privativos, no es más que una quimera: ¿qué acuerdo puede haber cuando se trata de que te regalen cuanto más dinero mejor?
Compiten parásitos: la argumentación no se basa en quién da más a cambio a la sociedad o a los consumidores, sino en quién da más a cambio a los que deciden sobre el presupuesto.© AIPE
Berta García Faet es miembro del Instituto Juan de Mariana