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Amando de Miguel

Contra las subvenciones

Va siendo hora de que concluya la larga transición democrática española, para inaugurar una

Va siendo hora de que concluya la larga transición democrática española, para inaugurar una verdadera democracia más sostenible, si se me permite el palabro. No hace falta un cambio de la Constitución. Basta con introducir, poco a poco, algunas mejoras, que podríamos llamar tácticas. Una, imprescindible, es el cierre de los muchos chiringos políticos. Se llama así, incluso con el diminutivo de chiringuitos, a las organizaciones creadas con la función expresa de ayudar a las personas más necesitadas (o más "vulnerables", como se dice ahora). A veces se visten con el disfraz de fundaciones sin ánimo de lucro. El plan es que sobrevivan gracias a las ayudas públicas, es decir, las que decide el Gobierno de turno. La función tácita, y más auténtica, de las subvenciones públicas es la de recompensar a los fieles seguidores del Gobierno, en este caso a los que regentan tales entidades. Es fácil encontrar un gran acuerdo popular en favor de la reforma a tanto dispendio, aunque la propaganda gubernamental trata de contrarrestar las posibles críticas.

Avancemos un paso más. Ya no se trata de chiringos o merenderos de quita y pon, sino de restaurantes de cinco tenedores. El dinero público se derrama espléndidamente para sostener verdaderas instituciones, sean los sindicatos, las patronales, la Iglesia Católica, los partidos políticos y ciertos medios de comunicación privados. En España, todas esas entidades sobreviven gracias a la munificencia del Estado. La reforma que propugno es bien sencilla y nada extravagante: suprimir todas esas subvenciones. La razón es que se acepta con naturalidad en las democracias tenidas por avanzadas o ejemplares. Advierto que una medida como la que digo sería anatemizada como revolucionaria e incluso como un ataque a la democracia, la Constitución y otras esencias. Sin embargo, la tengo por muy justa.

Lo más necesario es lo que más cuesta: suprimir la cuota del dinero público que reciben por ley todos los partidos políticos en proporción al número de diputados. No veo por qué los partidos en procura legítima del poder tengan que ser subvencionados por todos los contribuyentes de forma indiscriminada. Parece más lógico que esas instituciones sean costeadas por los respectivos afiliados o simpatizantes de forma voluntaria.

Por la misma lógica, no se entiende bien el fundamento de las ayudas públicas a la Iglesia Católica, las destinadas a los sindicatos o a las patronales. No digamos la subvención, disimulada a través de la publicidad, en favor de ciertos medios de comunicación privados.

Una vez establecido este principio de que las asociaciones dichas no tienen por qué recibir dinero del Estado (es decir, del Gobierno), será fácil investigar los chiringuitos menudos. Bien está que el Estado ayude de forma especial a las personas más necesitadas o desprotegidas, las que se sitúan al margen de los mecanismos normales de la llamada seguridad social. Ahora bien, habría que revisar caso por caso, para que no se produjera la degeneración propia de los chiringuitos, entendidos como un sistema de recompensa a la fidelidad política. Cuando hay que recurrir a ese expediente de subvencionar a los fieles del Gobierno es que la democracia no es tan firme como se supone. Ahí le duele.

En España

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