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Amando de Miguel

La oculta significación de las palabras

Por muy bien construido que esté el diccionario de la RAE, no hay forma de convenir la oculta y cambiante significación de muchas palabras.

Por muy bien construido que esté el diccionario de la RAE, no hay forma de convenir la oculta y cambiante significación de muchas palabras. Tampoco nos sirve del todo el sabelotodo Google (¿o es la Google?). Hay que apelar a la tradición, a las leyendas etimológicas, a las impresiones personales, a los recuerdos familiares. Cuenta también el azar, el capricho. Una vez más, cualquiera puede opinar sobre la propiedad del lenguaje. Acaso por eso los gramáticos y filólogos empleen términos tan rebuscados. Es algo que hacen todos los profesionales, incluidos los fontaneros. De esa forma ponen una útil distancia respecto de los profanos.

Lydia Vignau me envía un interesante artículo sobre el misterio del signo que nosotros llamamos arroba (@). En cada país recibe un nombre diferente que no es traducción sino invención. Mi opinión es que no hay tal misterio por el origen. Se trata de una abreviatura de los documentos mercantiles medievales para indicar el precio a tanto por unidad. En algunas máquinas de escribir y, desde luego, en las cajas de las imprentas figuraba ese signo. Se utilizaba en ciertos estados o tablas contables. (Por cierto, de ahí viene la voz estadística, no del Estado nacional). Desde luego, en España tradicionalmente no se llamaba arroba. Ignoro por qué se le puso esa simpática etiqueta, una vez que entró en el uso de la comunicación informática. De paso podríamos haber traducido el anglicismo mail por mala, una equivalencia que cuenta con precedentes antiguos. Más conocido es el hecho que señala doña Lydia: un científico, Ray Tomlinson, en 1971, recurrió a ese símbolo poco utilizado entonces para etiquetar los correos electrónicos. Seguramente es hoy el símbolo gráfico más universal. Solo me quejo de que, al utilizarlo en la dirección de los correos electrónicos, se eliminen las tildes. Lo lamento por mi amigo Úrculo.

Agustín Fuentes me aclara técnicamente el curioso nombre de bomberos que reciben los funcionarios encargados de apagar los incendios y otros sucesos que producen alarma. En efecto, históricamente su primera función más novedosa fue la de manejar las bombas hidráulicas para dar presión al agua que salía por las mangueras. Pero hay mil clases de bombas (aparte de las que explotan o explosionan), que don Agustín conoce al dedillo. Por otra parte, los bomberos acuden a apagar incendios y a otras mil incidencias terribles. Por eso los bomberos son los funcionarios de mayor prestigio. Lo siento por los abogados del Estado. Aun así, sigo diciendo que los bomberos deberían recibir una etiqueta profesional más realista. Para seguir con la moda de las siglas y las etiquetas trinitarias podrían ser expertos en eventos catastróficos (EEC) o bien brigadas de sucesos desastrosos (BCD). Una cosa que llama la atención es el uniforme de los bomberos, un diseño entre teatral y futurista. Me parece sumamente injusta la expresión "tener ideas de bombero" para indicar torpeza y falta de ingenio. Las ideas que tienen los bomberos muchas veces salvan vidas con el riesgo de perder las suyas. Mi vecino del chalé de abajo es bombero y escultor. Sus esculturas son notabilísimas.

Se abusa demasiado de la calificación de virgen que se concede a algunos aceites envasados. Se supone que son producto de la primera prensada de la aceituna. Juan Díaz López-Canti me da a conocer un informe de la Organización de Consumidores (OCU) en el que se analizan 40 marcas comerciales de aceite virgen. De ellas hay nueve que no solo carecen de virginidad sino que se desaconseja su uso. Hay dos (Maeva y Olilán) que no son aptas para el consumo. Me pregunto si esas marcas fraudulentas tributan a Hacienda como cada quisque. Habrá que recordar la famosa exclamación de Enrique Jardiel Poncela. "Pero ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?". No se tome como irreverencia.

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