Hace unos cuantos años me encontraba yo sumido en la placidez de la lectura de un ensayo sobre las condiciones de vida de los españoles. Su autor era el célebre escritor Juan Esclavo Gañán, perito en premios literarios. Me llamó la atención un párrafo con el que yo me encontraba plenamente de acuerdo. Solo que incluía un mínimo cálculo estadístico manifiestamente erróneo. Tardé poco en comprobar que el párrafo en cuestión pertenecía a un libro mío, en el que había deslizado el mismo dato estadístico por error. Es decir, el párrafo se había copiado bonitamente sin corregir la errata estadística y sin señalar la procedencia. Era la mejor demostración del plagio de Esclavo Gañán. Nunca dije nada hasta hoy.
Entiendo que esto de los párrafos plagiados es un pecadillo de escasa monta, parte de la picaresca de los escritores, tan afanados algunas veces en lograr la nombradía con el mínimo esfuerzo. Otra cosa es que los plagiarios ostenten luego altos cargos de representación política. Ahí vienen obligados a una conducta ejemplar en todos los órdenes. Es el caso reciente del presidente del Senado, catedrático de Filosofía y miembro destacado del Partido de los Socialistas Catalanes. El diario ABC ha demostrado que un libro suyo contiene no sé cuántos párrafos que son simplemente corta y pega de otros libros, cuyos autores no aparecen citados.
Claro que la acción fraudulenta del presidente del Senado queda oscurecida por el caso de la tesis doctoral del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, del Partido Socialista Obrero Español. La tesis fue un trámite que le facilitó el puesto de profesor de Economía en una universidad madrileña, un buen escabel para su carrera política. En un celebrado debate electoral, el presidente de Ciudadanos mostró un ejemplar de la ominosa tesis. Se lo ofreció a otro de los participantes en el debate, Pedro Sánchez, con el sarcasmo de: "Seguramente usted no la habrá leído". El doctor Sánchez no se dio por enterado de la grave ofensa que significaba el gesto de su contrincante. De esa manera se confirmaba indirectamente que el doctor Sánchez no había escrito su tesis doctoral, por otra parte, con abundantes plagios. También resulta raro que de la tesis no se haya derivado ninguna publicación o una serie de investigaciones, como suele ser sólito en esta materia. De esa forma resulta difícil que el público o la comunidad científica pueda juzgar el caso.
La misma picaresca de los plagios o hurtos intelectuales se ha aireado últimamente contra un alto cargo de la Junta de Castilla y León, del Partido Popular, quien, al parecer, fusiló algunos artículos de manera impune. Ignoro si el hombre ha dimitido o ha pedido perdón.
En la república de las letras se pueden perdonar estos pecadillos, algo así como el borrón de los escribanos de antaño. Pero la cosa es mucho más grave cuando los plagiarios desempeñan un cargo público de especial relevancia. Tampoco es cuestión de judicializar estas fechorías intelectuales. Bastaría con el gesto de que los autores así señalados dimitieran de sus cargos. Antes de llegar a tal humillación solo cabe una salida: demostrar la falsedad de las acusaciones de fraude intelectual. En el caso del presidente Sánchez, tendría que renunciar también al título de doctor, suponiendo que fuera falsa la imputación de haberse servido de un negro (con perdón) para redactar su tesis. Una cosa resulta sospechosa: el presidente Sánchez, doctor en Economía, no suele hablar de cuestiones de economía en sus intervenciones públicas.
Lo grave, con serlo, no es que haya políticos que puedan pasar por plagiarios. Lo que irrita es que tales conductas no merezcan la protesta generalizada de la opinión pública, adormecida como está por el fútbol y otras drogas.