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Amando de Miguel

La taumaturgia del diálogo

No se puede llamar diálogo a la operación consistente en que cada uno pretende salirse con la suya.

Cada situación política supone unos ritos peculiares, un lenguaje, una retórica, unos estribillos que le dan vida. El proceso no es siempre novedoso. Antes bien, mira hacia atrás y vuelve a renovar lo que se había olvidado.

Recordaré la vieja revista tan influyente de mis años mozos: Cuadernos para el Diálogo. El título era un juego de palabras con las iniciales C. D., es decir, cristiano-demócratas. A partir de los años 60 del pasado siglo cuajó en España la apelación al "diálogo" entre católicos y comunistas, entre franquistas y antifranquistas. Parecía la culminación de las más nobles virtudes políticas. La verdad es que la mentalidad dialogante propició una transición a la democracia que, de momento, resultó modélica. Por lo menos fue relativamente pacífica y conjuró el miedo a que se repitiera la guerra civil.

Nos encontramos ahora ante circunstancias políticas bien diferentes a las de hace un par de generaciones, cuando el franquismo empezaba a disolverse. Pero llama la atención que otra vez se repita el desiderátum del "diálogo". Tanto el Gobierno como la oposición insisten en que "hay que dialogar". Da la impresión de que se trata de un fin en sí mismo.

Me parece muy bien que los parlamentarios dialoguen en lugar de insultarse o liarse a tortazos. Lo que resulta más raro es la idea de un "Gobierno dialogante". El Gobierno está para gobernar, por simple que pueda parecer tal enunciado. Su misión es la de adoptar decisiones que beneficien a muchos, realmente a unos más que a otros. Lo que ocurre es que estamos mal acostumbrados a que la característica del Gobierno sea hacer leyes. No, lo suyo sería ejecutarlas, que para eso se llama "poder ejecutivo". Pero lo de la división de poderes es algo que no acaba de entrar en la testa política de los españoles. No es que Montesquieu haya muerto (como aseguró un avispado político socialista), sino que por aquí nunca estuvo vivo.

Se puede acordar que el diálogo es una buena virtud para todo el mundo, como alternativa a la violencia. Pero no es menos cierto que el intercambio de frases y pareceres no arregla los problemas colectivos. Muchas veces, cuando uno presume de dialogante es porque se prepara para sostener que el oponente tiene la culpa de que no se produzca esa pacífica interacción.Es, pues, una taimada táctica para dominar al contrario. No se puede llamar diálogo a la operación consistente en que cada uno pretende salirse con la suya. En las conversaciones cotidianas es raro que alguien diga al otro: "Tienes razón".

Condición necesaria para que prospere el diálogo es que los intervinientes se hallen previamente de acuerdo en los fundamentos de la discusión. De lo contrario, la cosa puede terminar como el rosario de la aurora después de una noche de romería. Dicho de otra forma, solo son fecundos los diálogos entre los próximos. No hay más que ver el pandemónium en que terminan siendo ciertas tertulias de la tele o de la radio. Se produce sobre todo cuando los opinantes no tienen más remedio que sostener lo que dicen. Les es muy rentable personalmente tal disciplina, pero de la discusión no sale ninguna luz.

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