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Amando de Miguel

Los nuevos parques de atracciones

Algunas grandes ciudades empiezan a transformarse ellas mismas en colosales parques de atracciones.

Al igual que en los últimos tiempos del Imperio Romano, la gran obsesión del populacho de hoy es la de holgar ruidosamente, y mejor todavía si es fuera del domicilio habitual. A tal fin se dedican numerosos negocios, y, de modo más sobresaliente, los parques de atracciones en sus diversas modalidades. Se localizan en zonas metropolitanas con todos los servicios necesarios de transporte, hostelería y tiendas. Eso es así hasta ahora mismo, pero la tendencia que ya se adivina va a traer fantásticas consecuencias. Algunas grandes ciudades empiezan a transformarse ellas mismas en colosales parques de atracciones. Especialmente, porque la gran evasión para la muchedumbre ociosa que lo tiene todo es comprar, amén de comer y libar en locales públicos. Si ello es posible, se intenta que tales placeres tengan lugar en lugares distintos de la localidad de residencia. Domina en la población una mentalidad huidiza. Hacer una escapada a algún otro lugar se ha convertido en una especie de nueva obligación social.

Las grandes ciudades europeas (incluidas las españolas) que se destacan son las que acogen a una riada continua de visitantes. La máquina urbana se organiza y se engalana para la nueva función. Muchas calles y plazas céntricas se convierten en peatonales. La satisfacción que interesa a los ediles es la de los visitantes, no tanto la de los residentes. Estos últimos son los que mayormente pagan la fiesta con sus impuestos, principalmente a través de la propiedad de las viviendas, locales y automóviles. Ese monto fiscal supera ampliamente cualquier medida de la tasa turística, siempre liviana. La idea es mantener viva la función de atraer a millones de forasteros deambulantes, ávidos de todas las satisfacciones. No se excluyen los congresos, reuniones, ferias y exposiciones de todo tipo. Son estupendas coartadas para justificar tanto traslado episódico. Es claro que, con un planteamiento así, por muy nutridas que sean las mesnadas turísticas, las grandes ciudades se ven condenadas a un insoluble déficit fiscal. No puede ser de otro modo porque los visitantes utilizan los servicios urbanos, pero no pagan los impuestos correspondientes para mantenerlos.

Por si fuera poco, en medio de tanta euforia colectiva, se superpone ahora la amenaza terrorista. La cual se ceba precisamente con las grandes aglomeraciones urbanas, convertidas en inmensos parques de atracciones. Nada mejor para magnificar el daño colectivo que pueda hacer una acción terrorista. Ni siquiera hay que recurrir a poner bombas, una vieja táctica anarquista. Basta con alquilar o robar un vehículo con mucha potencia y atropellar peatones a mansalva en los lugares más concurridos. La respuesta principal a una amenaza tan diabólica es llenar de bolardos y grandes maceteros los bordes de algunas zonas peatonales. Se añade la tendencia a convertir las dotaciones de policía municipal en verdaderas unidades militares, tal es su equipamiento. Es evidente que se trata de remiendos poco efectivos, entre otras razones porque requieren un coste creciente. Por todas partes asoma el peligro de la deuda gigantesca que se cierne sobre la economía urbana.

Se comprenderá ahora por qué lo que llamamos "cultura" se traduce cada vez más en espectáculo, una serie continua de ellos. Hasta los museos se esfuerzan por hilvanar exposiciones. Se trata de convertir a los visitantes en espectadores. No es casualidad que la cultura así entendida se asocie cada vez más con los acontecimientos deportivos. Por algo el ministro de Educación lo es también de Cultura y Deportes.

Uno de los cometidos de los parques de atracciones, especialmente los temáticos, es la de servir como premio para los niños. Es una consecuencia de la débil natalidad en Europa, más pronunciada todavía en España. Pero las grandes ciudades, convertidas en inmensos parques de atracciones, estimulan a todos los públicos, sin excluir a los viejos. Que ahora tratan de no serlo y se conforman con ser mayores. Los más obsesivos se someten a tratamientos para rejuvenecerse, cuitados ellos. Sigue funcionando la economía del ocio.

En España

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