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Carmelo Jordá

Ante el difícil trance de votar

Yo nunca lo he visto tan difícil, la verdad; uno busca y rebusca y no encuentra nada a lo que votar a gusto.

De nuevo nos enfrentamos al hermoso ritual democrático: ir al colegio electoral, elegir una papeleta, meterla en el sobre y dirigirnos finalmente a la mesa correspondiente para depositarla con cierta solemnidad en la urna.

No sé a ustedes, pero a mí me gusta el rito y, de hecho, creo que en democracia la forma es importante para que el fondo sea lo que debe ser, así que, en mi modestia, trato de poner el granito de arena de mi voto con todo el empaque y el boato, que tampoco votamos tanto como para tener que hacerlo en plan rutinario y funcionarial.

Lo jodido, con perdón, viene antes: cuando tienes que decidir a quién votas. Yo nunca lo he visto tan difícil, la verdad, pero no porque haya tantas nuevas opciones sino porque al final uno busca y rebusca y no encuentra nada a lo que votar a gusto, convencido, con un punto no ya de euforia sino de satisfacción.

Toda la vida hemos votado a la contra, que al fin y al cabo es una forma tan sana como cualquier otra de hacerlo, y habitualmente inteligente: lo fue votar contra el PSOE de González y lo ha sido y no poco votar contra el de Zapatero.

Ahora, como digo, todo es más complicado: el partido que más o menos te gusta presenta unos candidatos deplorables, los candidatos que siempre te han parecido solventes vienen por un partido al que estás deseando patear el culo, esos que no sacarán ni un triste concejal parecen gente seria, el partido al que no votarías jamás tiene candidatos que no están tan mal y, final y afortunadamente, algunos a los que no votarías ni bajo coacción han tenido el detalle de escoger a sus cabezas de lista de entre lo más deplorable de la política y aledaños, para no provocar ningún género de duda.

Por otra parte, si algún político me convenciese al cien por cien me parecería muy preocupante: la unanimidad borreguil de nuestros partidos no sólo es tóxica para el funcionamiento democrático de España, sino que genera algo muy parecido a una idiocia grupal –se manifiesta mayormente cuando van en cuadrilla– y un ambiente que me resulta tan atractivo como una covachuela de Mordor. Dicho de otro modo: si algún día me ven en un mitin por algo que no sea cuestión de trabajo, tómense la libertad de apuntillarme: eso sólo puede ser que un ultracuerpo se haya apoderado de mi humilde persona.

En resumen, que al final uno se esfuerza mucho pero no logra pasar de votar lo menos malo, lo que piensa que puede ser menos dañino o lo que evite el triunfo del mal casi absoluto. El domingo votaremos, sí, y a partir del lunes a rezar para que la decepción sea, por lo menos, soportable.

¡Cómo está la cosa que ya nos conformamos con que nuestro voto no nos avergüence!

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