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Cayetano González

Un año de Bolinaga

El Gobierno de Rajoy primero lo trasladó a una cárcel del País Vasco y después le dio el tercer grado porque quería tener un gesto con ETA.

El Gobierno de Rajoy primero lo trasladó a una cárcel del País Vasco y después le dio el tercer grado porque quería tener un gesto con ETA.

Si hay una decisión del actual Gobierno del PP que ha ido en contra, no ya de sus promesas electorales, sino de los principios y valores que se suponía debía defender la formación liderada por Mariano Rajoy, es la liberación del etarra Josu Uribetxeberria Bolinaga, uno de los cuatro torturadores-secuestradores del funcionario de prisiones José Antonio Ortega Lara. Bolinaga participó asimismo en el asesinato de dos guardias civiles: Mario Leal Baquero, en diciembre de 1985, y Pedro Galnares Barrera, en julio de 1987.

Hace un año, el Ministerio del Interior dirigido por Jorge Fernández Díaz –cuyo mérito más destacado para ocupar esa cartera fue ser amigo de Rajoy– concedió a Bolinaga el tercer grado penitenciario, poniendo de esa forma en marcha el mecanismo que facilitó, tras la correspondiente decisión del juez de vigilancia penitenciaria, la liberación de este etarra, con la excusa de que padecía una enfermedad terminal. Tan terminal que, pasados doce meses, ahí sigue la criaturita, en su Mondragón natal disfrutando de esa vida que le arrebató a los guardias civiles Baquero y Galnares, y durante 532 días a Ortega Lara.

Conviene recordar y subrayar que la decisión de Interior era optativa. La ley no le obligaba a conceder ese tercer grado. Bolinaga podía haber seguido siendo tratado de su cáncer en la cárcel de León, donde se encontraba preso. Pero no, el Gobierno de Rajoy primero lo trasladó a una cárcel del País Vasco y después le dio el tercer grado porque quería tener un gesto con ETA y con ese sórdido conglomerado que ahora todo el mundo llama "izquierda abertzale".

Aunque la liberación de Bolinaga impulsada por el Ejecutivo del PP y ratificada por los jueces pudiera ser calificada por muchos como incomprensible, no lo es tanto si se analiza el contexto en que se produjo. Rajoy acababa de ganar unas elecciones generales tras una segunda legislatura de Zapatero –la que fue del 2008 al 2011– en la que el líder del PP apoyó de facto, con su silencio y con su inacción, la política antiterrorista del presidente socialista que en los años precedentes había negociado políticamente con ETA en Oslo y en Loyola.

Cuando, un mes antes de esas elecciones generales del 2011, ETA anuncia el "cese definitivo de la actividad armada" Rajoy declara solemnemente desde la calle Génova que ese anuncio se hacía "sin ningún tipo de concesión política", algo que causó estupor y vergüenza en boca del todavía líder de la oposición, que de sobra sabía que sí había habido concesiones por parte del Gobierno de Zapatero: la más dañina, permitir a las diferentes marcas de ETA presentarse a las elecciones autonómicas vascas del 2009, y a las municipales y forales del 2011, o la celebración en San Sebastián, en octubre de ese mismo año, de la vergonzosa conferencia de paz del Palacio de Ayete, para de esa manera permitir la internacionalización del conflicto, algo siempre anhelado por la banda terrorista.

El 10 de enero de 2012, escasamente un mes después de haber abandonado el Palacio de la Moncloa, Zapatero fue recibido por el ministro del Interior, por indicación de Rajoy, en su despacho oficial. Una reunión que se prolongó por espacio de dos horas y en la que es fácil imaginar el expresidente explicó al nuevo titular de Interior en qué punto estaba la negociación con ETA, cuáles eran los compromisos adquiridos y qué pasos, en su opinión, se podrían dar.

Añádase al cóctel otros ingredientes, como el mantenimiento en el Ministerio del Interior de dos asesores en la lucha antiterrorista a los que Fernández Díaz hace mucho caso, heredados de la época de Rubalcaba y partidarios de negociar y de tener gestos con ETA; la dañina influencia ejercida en el ministro y en su equipo por algunos dirigentes del PP vasco, como Iñaki Oyarzabal, y las conversaciones –según cuentan en el entorno del hasta hace poco presidente de los populares vascos, Antonio Basagoiti– del propio ministro del Interior con el exobispo de San Sebastián, Bilbao y Zamora Juan María Uriarte, para comprender que lo milagroso ha sido que este Gobierno no haya liberado a cien Bolinagas a la vez.

Cometida la tropelía, y transcurrido un año de la misma, lo más grave es que no parece que haya en el ejecutivo popular ningún propósito de la enmienda. La vuelta de Bolinaga a la cárcel sería la decisión más justa y la que de alguna manera repararía el bofetón moral y ético que el Ejecutivo popular propinó con su puesta en libertad a las víctimas del terrorismo y a toda la sociedad española, que tenía y sigue teniendo muy vivo el recuerdo del secuestro durante 532 días de Ortega Lara en un zulo inmundo de una nave industrial de Mondragón.

Subir los impuestos cuando se ha dicho por activa y por pasiva que no se haría puede ser un error y desde luego un flagrante incumplimiento del programa electoral. Pero impulsar la puesta en libertad de un terrorista como Bolinaga por una supuesta razón humanitaria como una enfermedad terminal que al cabo de un año no se ha demostrado tal es mucho más. Es una traición a los principios, a los valores que se suponía tenía el PP en esta materia, y es también golpear duramente a la Memoria, a la Dignidad y a la Justicia que se merecen todas las víctimas del terrorismo.

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