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Cristina Losada

El mérito de Podemos

Por no saber, no parecen saber que la meritocracia fue lo que permitió romper las barreras de clase.

Por no saber, no parecen saber que la meritocracia fue lo que permitió romper las barreras de clase.
Lilith Verstrynge | Europa Press

El eco de cierta polémica sobre la meritocracia, iniciada por la dirigente de Podemos Lilith Verstrynge, se ha apagado del mismo modo que otros fuegos fatuos en las redes: por alguna nueva combustión en otra parte. A pesar del apagón, ahí quedará la toxina, que no es nueva, sino de imitación, contra un principio o modelo que en ese partido creen que es un mito del capitalismo para perpetuar la desigualdad, cuando su procedencia remite principalmente a la Ilustración.

La denuncia podemita de la meritocracia no hace más que reflejar, y malamente, la crítica que se le hace desde la izquierda posmoderna. Pero está en el mismo barco que ese populismo, al que se ubica en la derecha, que fustiga inmisericorde los privilegios de las élites, que estarían arriba –"los de arriba", decía Podemos también– gracias a un sistema amañado. En todo caso, tiene un punto cómico que un partido que eligió el nombre de Podemos denuncie –y cito a la secretaria de Organización, Verstrynge– "el mantra ultraliberal del querer es poder". Pero ¿no era el mantra de Podemos lo de "Sí, se puede"?

La verdad es que siempre tuvieron un pie en el género de la autoayuda. Por eso el podemismo se hace portavoz de las insatisfacciones personales, tan numerosas y variadas, y quiere darles a los insatisfechos la satisfacción de decir que si su vida no es como querían no es por su culpa, sino por culpa de la sociedad. Mejor dicho, del "sistema", ese gran monstruo que todo lo abarca y todo lo explica, gracias a que nadie puede decir qué es. Pues bien, querrán hablar de las insatisfacciones y descontentos de la vida, y habrá quienes quieran escuchar a estos gurús, pero no hablen de meritocracia porque de meritocracia saben poco, y no sólo por las razones obvias.

Por no saber, no parecen saber que la meritocracia fue lo que permitió romper las barreras de clase. Ni que se gestó contra los privilegios de sangre y cuna. Es decir, contra la aristocracia. Ni que una de las primeras expresiones políticamente relevantes de la meritocracia es la que se recoge en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789. Dice aquel célebre documento, en el artículo 6:

Puesto que todos los ciudadanos son iguales ante la Ley, todos ellos pueden presentarse y ser elegidos para cualquier dignidad, cargo o empleo públicos, según sus capacidades y sin otra distinción que la de sus virtudes y aptitudes.

Ahí está el asunto.

El principio meritocrático ha encontrado siempre obstáculos y se impone con dificultad a tendencias contrarias atávicas. Esa carrera de obstáculos se da en todos los ámbitos. Pero si se quiere un ejemplo visible de un sector escasamente meritocrático, basta fijarse en nuestra política y nuestros partidos. Aunque ahí entramos en la compleja relación entre el principio meritocrático y el democrático. Lo cual nos lleva a una característica que comparten la democracia y la meritocracia: son imperfectas. Son imperfectas, pero no hay nada peor que sus alternativas.

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