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Cristina Losada

Jauría son los otros

Lo que decidió la suerte de Màxim fue que ya estaba echada. Fue que Pedro Sánchez le había destituido preventivamente tres años antes.

Lo que decidió la suerte de Màxim fue que ya estaba echada. Fue que Pedro Sánchez le había destituido preventivamente tres años antes.
Pedro Sánchez | EFE

El ministro más breve de la democracia ha atribuido su brevedad a la jauría. Frente a la jauría, dijo Màxim Huerta, la inocencia no vale de nada. Esto último es verdad. Pero la condición para culpar a la jauría y resultar creíble es que uno la rechace de forma incondicional. No vale rechazarla cuando te perjudica y alentarla cuando te beneficia. No vale estar muy satisfecho con la jauría que te favorece y muy indignado con la que te perjudica. No vale repudiar a la jauría que te quita del Gobierno y aplaudir a la jauría que te pone en el Gobierno. Porque ambas cosas puede hacer la jauría. Las dos. Y las hace. Pero si no estás contra la jauría tanto cuando persigue con saña a otros como cuando te persigue con saña a ti, no tienes credibilidad para acusarla.

Por no tener, no tienes siquiera credibilidad para llamarla "jauría". Porque en otras circunstancias, cuando ha hecho lo que te venía bien, la habrás llamado "opinión pública" o "clamor social". Y habrás dicho que era representativa de la sociedad y que su juicio, su sentencia y su dictamen eran perfectamente correctos, y todos, Gobierno, partidos, jueces, tenían que conducirse tal y como reclamaba aquel clamor social. Igual que dices que los políticos tienen que escuchar a la calle cuando la calle dice o grita lo que te viene bien que diga o grite. No pueden, en fin, condenar a la jauría los que, alternativamente, la excitan y utilizan.

No es imposible, pero es improbable que Huerta haya sido siempre un hombre contra la jauría. Hubiéramos tenido noticia de tan rara y heroica actitud. Su dimisión ha traído de nuevo a la actualidad un asunto viejo de estos años. Es la cuestión de si no hemos llegado demasiado lejos en la exigencia de un historial impecable, puro y sin mancha a los cargos públicos y políticos. La pregunta sobre si la letal coincidencia de corrupción, crisis y ajustes no ha dado pie a estados de ánimo abusivos, oportunamente excitados por unos o por otros, que buscan castigos ejemplares para unos políticos designados colectivamente como culpables. Cuántas veces se ha lamentado, por ejemplo, que muchas carreras políticas se hayan visto truncadas por una imputación. O que muchos inocentes, como el propio Huerta sostiene de sí mismo, hayan caído víctimas de ese afán castigador del populacho.

¿Nos estaremos volviendo calvinistas? ¿Estamos a punto de encender la hoguera de Savonarola? ¿Se detendrá alguna vez la jauría sedienta de sangre? Yo comparto la inquietud por los excesos, pero esa preocupación tiene idéntico defecto que el que se le atribuye a la jauría: mete todo el mismo saco. Así ha servido, con frecuencia, para justificar lo que no podía justificarse. Para resistirse a hacer lo correcto, con el pretexto de no ceder a la histeria del escándalo. Para blindar, en definitiva, conductas delictivas o reprobables. Sólo conozco una manera de salir de ese bucle, y es salir de aquel saco. La única vía transitable es la de los hechos, caso por caso.

En este caso, el de Màxim Huerta, lo decisivo no ha sido su contencioso con Hacienda. Un Gobierno puede resistir un escándalo. Pero lo que decidió la suerte de Màxim fue que ya estaba echada. Fue que Pedro Sánchez le había destituido preventivamente tres años antes. "Si yo tengo en mi Ejecutiva federal una persona con una sociedad interpuesta para pagar la mitad de los impuestos que le toca pagar, esa persona al día siguiente está fuera", dijo entonces. Sólo le faltó acertar con el nombre. Y adivinar que esa persona iba a estar en su Consejo de Ministros. La jauría era Sánchez.

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