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Cristina Losada

La Inquisición roja

Esos disidentes sufrieron una doble persecución. Los acosaron las dictaduras a las que se opusieron y los despreciaron –y difamaron– los intelectuales de las democracias que simpatizaban con el comunismo o detestaban el anticomunismo.

En la muerte de Václav Havel no es ocioso recordar que hay una deuda moral con los disidentes de los regímenes comunistas que no se canceló con la caída del Muro. Porque esos disidentes sufrieron una doble persecución. Los acosaron las dictaduras a las que se opusieron y los despreciaron –y difamaron– los intelectuales de las democracias que simpatizaban con el comunismo o detestaban el anticomunismo. Y ambas especies eran la mayoría. Se daba la paradoja de que no había intelectuales comunistas en Moscú, Praga o Pekín, sino que estaban todos, por así decir, en París, Roma, Londres y en los campus universitarios de Estados Unidos. Para ellos, sin duda, los disidentes eran facciosos, traidores, "gusanos". Y para muchos no comunistas, aunque de izquierdas, eran turbios y sospechosos. El grueso de la intelligentsia occidental los trató como a indeseables.

La descalificación de los disidentes fue un ejercicio que unificó, como pocos, a la intelectualidad de una época. El anti-anticomunismo desplegó procedimientos inquisitoriales a fin de desacreditarlos y procurar su muerte civil, que de la otra ya se ocupaban en el Kremlin. Por poner un caso, aun en fecha tan crepuscular para el comunismo como 1990, Havel fue acusado por Chomsky, al que periódicamente designan como el pensador más influyente del mundo, de ser cómplice del asesinato de los jesuitas en El Salvador. Y es que el recién elegido presidente checoslovaco había pronunciado un discurso ante el Congreso de Estados Unidos en el que manifestó su preferencia por dicho país frente a la URSS. En la hora de su muerte, todavía rezumaba, en los obituarios de alguna prensa europea de izquierdas, aquel viejo rencor contra los que denunciaron y padecieron los horrores del comunismo.

Aquella intelectualidad que respaldó, por activa o por pasiva, un sistema totalitario fundado en el terror, no les perdona su papel de testigos de cargo. Ni siquiera a Havel, a quien a efectos políticos se podría ubicar en la socialdemocracia. Pero al anticomunista, y Havel lo fue, no lo consideran respetable. Y del disidente no soportan que fuera la voz que desde el interior del monstruo, desde su propia experiencia de gulags, cárceles, castigos, destierros y exilios, proclamara que el sueño, su sueño, el que cultivaban desde sus cátedras, libros y tribunas, era una pesadilla espantosa. No, no les han perdonado ese papel. Tampoco han pedido perdón por el suyo, tan deshonroso. Allá ellos. La autoridad moral de Havel permanece.

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