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Cristina Losada

Que alguien diga que no sabe

A los gobernantes no les gusta dar malas noticias. La única que da con gusto las malas noticias es la prensa.

El presidente Trump admitió, el 19 de marzo, en conversación con el periodista Bob Woodward, que había restado importancia al coronavirus a propósito. “Quise quitarle importancia y aún quiero quitarle importancia, porque no quiero provocar el pánico”, dijo el presidente norteamericano. Esto, que se ha sabido ahora, al hilo de la próxima publicación del nuevo libro del cronista presidencial, ha atizado la indignación del Partido Demócrata, con el candidato Biden a la cabeza, y ha causado el revuelo de rigor. Incluso se le reprocha a Woodward que no revelara antes la confesión de Trump. Creen, y hay que creer mucho en el poder de las declaraciones, que se habrían salvado vidas si se hubiera sabido que el presidente admitía, en privado, que minimizaba la gravedad del virus.

Trump, cómo no, se reafirma en que hizo lo correcto. Lo fuese o no, el caso es que lo hizo acompañado. Siguió el mismo guión que otros gobernantes cuando la epidemia estaba empezando a llegar a sus países. El Washington Post se ha tomado el trabajo de contar cuántas veces restó importancia al virus el presidente de los Estados Unidos en los tres primeros meses de este año. Fue en treintaiuna ocasiones. Así a ojo diríamos que en España lo superamos. Pero esta no es la discusión sobre si se podía o no se podía saber. Es la discusión sobre si los gobernantes tenían que comunicar a los ciudadanos que el virus representaba una seria amenaza desde el mismo instante en que recibieron esa información.

A los gobernantes no les gusta dar malas noticias. Es tarea que, por su propia naturaleza y por norma, prefieren eludir. La única que da con gusto las malas noticias es la prensa. Pero al final, por mucho que se eludan, se tienen que dar, de modo que sólo queda discutir el momento y la forma. Esto nos lleva al punto conflictivo, que es donde entra en juego el efecto de darlas. Por ejemplo, el pánico, que decía Trump. Y cuando hablamos de pánico, hablamos sobre todo de sus consecuencias para la economía. La discusión, en definitiva, es si lo fundamental es evitar el pánico y sus malas consecuencias, o si lo prioritario es que la población sepa, cuanto antes, a qué se enfrenta.

El dilema parece consistente, pero el pánico es una suposición. La suposición del pánico da por sentado que en cuanto se divulga la mala noticia, los ciudadanos, los agentes económicos y todo el mundo, en fin, va a perder la cabeza. No hay confianza en que el público mantenga el aplomo. Tampoco tiene en cuenta que se teme más aquello que no se conoce. La forma de salir del atolladero no pasa por suponer que habrá pánico y designar como principal objetivo evitarlo. Es reforzar el conocimiento. La situación se encarará con más confianza cuanto más conocimiento se tenga de los riesgos y de los planes para afrontarlos.

Es verdad que el conocimiento, en febrero y marzo, era escaso. Pero eso también puede y debe decirse: sabemos poco, y sabremos más. Igual ahora con la vacuna. Frente a la tentación de estimular los ánimos prometiendo que habrá vacuna pasado mañana, el gobernante debería reconocer que no sabe cuándo estará lista. No hay peor golpe a la confianza del público ni mejor nutriente para el pánico que la impresión de haber sido engañado una y otra vez.

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