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EDITORIAL

Cuando España compite

El deporte ha permitido a algunos españoles lograr lo que a la mayoría no se les permite en otros ámbitos. En el campo hay reglas claras, nula intervención estatal y el triunfo o el fracaso dependen exclusivamente del talento, el esfuerzo y la dedicación.

Este domingo, la selección española ha ganado en Kiev su tercera gran final en cuatro años. Es un éxito sin precedentes que habla a las claras de la calidad de un grupo de jugadores que será imposible olvidar. En realidad, las victorias de los chicos de Luis Aragonés y Vicente del Bosque son sólo el más claro exponente de la maravillosa época que vive el deporte español. Nadal, Alonso, Gasol, Pedrosa, Lorenzo… La lista de nuestros súper-campeones sería casi interminable.

Y no ganan en deportes cualesquiera. Si España destaca en algo es precisamente en aquellas modalidades más universales, que más atención concitan en todo el mundo, que más dinero mueven y que, por lo tanto, más competencia generan. En competiciones individuales, hablamos del tenis, el golf, el ciclismo o los deportes del motor; en cuestión de equipos, de fútbol y baloncesto. En todos estos campos, los atletas españoles están en los primeros puestos del ránking mundial, pese a la fortísima oposición a la que deben hacer frente año a año por parte de miles de rivales que quieren ocupar su puesto.

Algunos dirán que ésta es una cuestión baladí, que el deporte es el nuevo opio del pueblo o que, en medio de las turbulencias que atraviesa la nación, pasarse tres horas viendo a Nadal ganar a Djokovic en Roland Garros es perder el tiempo.

Sin embargo, una mirada más atenta puede descubrir matices realmente interesantes y algunas enseñanzas que no deberíamos desdeñar. En cierto sentido, podríamos decir que el deporte ha permitido a algunos españoles lograr lo que a la mayoría no se les permite en otros ámbitos. En el campo de juego, hay reglas claras, nula intervención estatal y el triunfo o el fracaso dependen exclusivamente del talento, el esfuerzo y la dedicación.

No es difícil llegar a la conclusión de que todas estas características son, exactamente, las contrarias de las dominantes en la política o en la economía española. En lo que respecta a nuestros líderes, la actual partitocracia ha generado un sistema cerrado, endogámico y viciado, en el que para tener éxito hay que acatar sin rechistar las órdenes de la Ejecutiva de turno y trabajar por el bien de la organización antes que por el de los votantes. No es extraño que la mediocridad sea la nota dominante en parlamentos y gobiernos, que han inoculado en el sistema educativo ese mismo virus, eliminando de las aulas el esfuerzo, el mérito y la competencia.  

En el campo económico, nuestras empresas se enfrentan cada día al asfixiante intervencionismo estatal, que protege arbitrariamente unos sectores frente a otros, impone miles de estúpidas regulaciones y limita su productividad con una anacrónica normativa, muy diferente de las de sus competidores en el extranjero. De hecho, no es casual que los dos mayores éxitos empresariales de las últimas décadas en España (Zara y Mercadona) se hayan generado precisamente en dos de los sectores, el textil y el de la distribución, menos intervenidos por los políticos.

Rafael Nadal, Pau Gasol, Andrés Iniesta o Fernando Alonso ejemplifican muchas de las virtudes que querríamos inculcarles a nuestros jóvenes. No vienen de ningún planeta extraño, sino de familias normales de Manacor, Barcelona, Fuentealbilla u Oviedo. Son honrados, trabajadores, inteligentes… y extremadamente competitivos.

Todos ellos nos muestran cada semana lo que esta sociedad sería capaz de hacer si sus políticos le permitiesen desarrollar todo el potencial que guarda en su interior. Parece mentira que haya que recordarlo, en mitad de este pesimismo generalizado, pero no somos ni genética ni culturalmente inferiores a los alemanes, franceses o suecos.

Puede que el deporte no vaya a resolver ninguno de nuestros grandes problemas (ni la deuda pública, ni la prima de riesgo, ni la corrupción política, ni la degradación de la Justicia, ni el caos autonómico…). Pero en mitad de una crisis económica e institucional que amenaza un proyecto colectivo que comenzó hace varios siglos, posiblemente el esfuerzo y el talento de un puñado de chavales sea lo mejor a lo que podemos agarrarnos como recordatorio de lo que somos capaces de hacer. Por eso, se merecen nuestro reconocimiento y agradecimiento más profundo. Ganen o pierdan, este país está en deuda con ellos.

En España

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