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EDITORIAL

No son los toros, es la Nación

Lo que en Francia, con una raigambre cultural infinitamente menor que en nuestro país, es causa de orgullo y confraternidad, en España se ha convertido en un pretexto nacionalista para azuzar el aislamiento y la separación de Cataluña.

Probablemente, desde los planteamientos liberales, exista diversidad de opiniones sobre si, como ha sucedido en Francia, deberían o no declararse los toros "patrimonio cultural inmaterial". Por un lado estarán quienes piensen que el Estado sólo viene a refrendar una situación de hecho, como es que la tauromaquia constituye un indudable elemento cultural dentro de nuestra comunidad. Por otro, se encontrarán quienes opinen que la cultura no necesita de la protección estatal, pues va configurándose de manera espontánea, día a día, en la sociedad.

Sin embargo, más allá de ese interesante y controvertido debate, lo que no admite demasiada discusión es que los toros no deberían prohibirse. Si, como dicen los antitaurinos, estamos ante un incivilizado espectáculo que ya no encaja en nuestras modernas y avanzadas sociedades, bastará con que el Estado no los proteja para que desaparezcan; si, en cambio, consideran imprescindible su prohibición, es que muchas otras personas, cuyas libertades buscan reprimir, sí están interesadas en ellos.

Claro que el problema en España, y más específicamente en Cataluña, no es que las corridas de toros se hayan prohibido para defender unos mal entendidos derechos de los animales –ahí están, por ejemplo, los famosos correbous–, sino que se han proscrito para atentar contra lo que los toros representan: una cultura común a todos los españoles. Lo dramático del caso es que, mientras en Francia se ensalza una tradición que, como ellos mismos dicen, los acerca culturalmente a la "la zona sur de Europa y a América Latina", aquí el Gobierno nacional permite que un Ejecutivo regional viole, una vez más, los derechos de los catalanes tan sólo para agitar la división y la confrontación entre ellos y el resto de españoles. Lo que en Francia, con una raigambre cultural infinitamente menor que en nuestro país, es causa de orgullo y confraternidad, en España se ha convertido en un pretexto nacionalista para azuzar el aislamiento y la separación de Cataluña.

Sea cual sea la opinión que podamos tener sobre las corridas de toros o sobre las políticas de protección cultural de los Estados, lo que está claro es que la decisión tomada por Francia nunca podría haberse adoptado en España. Y no porque los españoles seamos más antitaurinos que los franceses, sino por un motivo mucho más sencillo y lamentable: porque, a diferencia de los franceses, sí padecemos a una clase política acomplejada y sometida a las bravuconerías nacionalistas.

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