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Federico Jiménez Losantos

Cuando todos los días son de difuntos

Es un Poder que vive de mentir y lo hace a diario para seguir mandando sobre una pirámide de muertos, sin límite de tiempo, sin control para esa forma letal de antropofagia llamada incompetencia.

Es un Poder que vive de mentir y lo hace a diario para seguir mandando sobre una pirámide de muertos, sin límite de tiempo, sin control para esa forma letal de antropofagia llamada incompetencia.
Pedro Sánchez. | Moncloa

Cada día, no recordamos desde cuándo, los españoles se asoman a los periódicos como si fueran una interminable esquela, un obituario en el que la lectura provoca tanta pesadumbre como alivio, porque, al cabo, el que lee, vive, aunque sólo sea para lamentar la muerte de sus compatriotas. Nunca había vivido la población española tanta despoblación, nunca cinco generaciones se habían encontrado bajo arresto domiciliario, con las calles vacías, las carreteras desiertas y el paro como único horizonte laboral.

Ha pasado más de un siglo desde la última epidemia masivamente mortal y en la última Nochevieja nadie sospechaba que un virus pudiera matar a más gente que la Guerra Civil. Pero eso es lo que está pasando, con 46 millones encerrados forzosamente en su domicilio, por angosto que sea o en agobiante acabe convirtiéndose, mientras el millón restante mantiene el abastecimiento de comida y cuida a los enfermos, hasta morir con ellos.

Empeñados en empeorarlo todo

Tanto heroísmo queda empañado por la cobardía de un Gobierno despótico, tan legal como ilegítimo, y con tan poco respeto por la vida de sus semejantes como por la verdad. Es un Poder que vive de mentir y lo hace a diario para seguir mandando sobre una pirámide de muertos, sin límite de tiempo, sin control para esa forma letal de antropofagia llamada incompetencia. Ya es un lugar común que España vive la peor crisis con el peor Gobierno. Pero no es sólo una pandilla de ineptos y despotillas que no sabe hacer las cosas bien. Es que están más que dispuestos a hacerlas peor.

El coronavirus, dijimos hace semanas, no es un obstáculo para el plan colectivista del Poder político-mediático, más mediático que político; al contrario, la excepcionalidad soñada por el vicepresidente comunista del Gobierno, Pablo Iglesias, se le presentó de golpe, y la está aprovechando. El pueblo español ni siquiera puede echarse a la calle. El Parlamento no se puede reunir normalmente. Los medios de comunicación oscilan entre el terror económico y el terrorismo de desinformación, ideológico y político. Nunca, desde la Guerra Civil, ha padecido España tantos periodistas cuyo trabajo es el de mentir a diario, en todo y a todos, para su propio beneficio y a las órdenes de un Gobierno al que no basta con denominarlo criminal.

En una carrera contra reloj, el Gobierno está acelerando el proyecto comunista para deshacer una civilización bimilenaria y una vieja nación cuyas raíces son Roma y la Cruz: libertad, propiedad, igualdad ante la Ley. ¿Y cómo va a defenderlas nadie si nadie puede salir siquiera de su casa? Es imposible imaginar un alineamiento de estrellas negras tan favorable para los liberticidas. Cuando se formó este Gobierno maldito dije aquí que sería el de las Tres R: Ruina, Represión, República. Ya no se molesta siquiera en disimularlo. El delirio colectivista exhibido por Borrell es idéntico al de Sánchez: el mecanismo para implantar el plan colectivista de Iglesias. Es como si el PSOE se hubiera arrepentido de no entrar en la III Internacional, a la que sirvió la República que quiere revivir y la guerra que quiere ganar.

La maldición de Cuelgamuros

Algunos lo llamarán justicia poética; otros, simple casualidad; otros, venganza desde el más allá, pero lo cierto es que pocos meses después de sacar vilmente de su tumba a Franco, caudillo militar y símbolo de la media España nacional y católica, no hay tumbas en que enterrar a los muertos. Ni fosas, ni nombres, ni siquiera números: decenas de miles de españoles están condenados a vagar en el limbo administrativo de los sin vida y sin muerte, desterrados de la última tierra, la que debe acoger nuestras cenizas en el solar de nuestros antepasados.

Los afortunados de entre los desterrados de su propia fosa, yacen, pulcramente ordenados, en un Pabellón de Hielo. Los desafortunados ni siquiera pueden yacer, porque se les ha negado la causa de la muerte, y por tanto, su sagrada condición de muertos. Sagrada, antaño. Ahora tienen por sudario la mentira cotidiana en la que este Poder, despótico por afición y sacrílego a fuer de incompetente, los envuelve en el diario parte de bajas con que nos sirve el almuerzo de humo. Y de postre, la telecomedia sobre el arresto domiciliario, sobre el que bromea el titiriterío rojo y millonario.

La premonición de Larra

Malo es que tantos estén muriendo por culpa de tan pocos. Peor es que se les niegue de muertos el respeto que tampoco se les guardó vivos. Poco antes de pegarse un tiro, que es lo que España está a punto de hacer si cae en el comunismo y el separatismo, Larra publicó uno de los mejores escritos en lengua española sobre el ahogamiento personal en un país que huele a muerto: El día de Difuntos de 1836, cuyas últimas frases son éstas:

Tendí una última ojeada sobre el vasto cementerio. Olía a muerte próxima. Los perros ladraban con aquel aullido prolongado, intérprete de su instinto agorero; el gran coloso, la inmensa capital, toda ella se removía como un moribundo que tantea la ropa; entonces no vi más que un gran sepulcro: una inmensa lápida se disponía a cubrirle como una ancha tumba.

No había "aquí yace" todavía; el escultor no quería mentir; pero los nombres del difunto saltaban a la vista ya distintamente delineados.

"¡Fuera –exclamé– la horrible pesadilla, fuera! ¡Libertad! ¡Constitución! ¡Tres veces! ¡Opinión nacional! ¡Emigración! ¡Vergüenza! ¡Discordia!" Todas estas palabras parecían repetirme a un tiempo los últimos ecos del clamor general de las campanas del día de Difuntos de 1836.

Una nube sombría lo envolvió todo. Era la noche. El frío de la noche helaba mis venas. Quise salir violentamente del horrible cementerio. Quise refugiarme en mi propio corazón, lleno no ha mucho de vida, de ilusiones, de deseos.

¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! "¡Aquí yace la esperanza!"

¡Silencio, silencio!

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