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RECUERDOS SUELTOS

¿Conocí al Campesino?

A finales de noviembre de 1966 llegué a París desde Calais, a dedo, apeándome, ya anochecido, cerca de Pigalle. Dichoso poseedor de seis libras esterlinas, mis galaicos hábitos de ahorro me impulsaron a no derrochar tal patrimonio en fruslerías, y me fui a dormir a las escaleras del metro.

A finales de noviembre de 1966 llegué a París desde Calais, a dedo, apeándome, ya anochecido, cerca de Pigalle. Dichoso poseedor de seis libras esterlinas, mis galaicos hábitos de ahorro me impulsaron a no derrochar tal patrimonio en fruslerías, y me fui a dormir a las escaleras del metro.
Valentín González, EL CAMPESINO.
Exageraría si quisiera presentar el sitio como particularmente cómodo o limpio, pero tampoco el clima de la ciudad por esas fechas puede describirse como acogedor, y la entrada del metro, cerrada con una verja metálica, dejaba escapar un calorcillo apetecible. Otras buenas gentes no demasiado prósperas hacían lo mismo, llevándose cartones y periódicos como tecnología de abrigo. Me envolví en el saco de dormir, me até a una muñeca la mochila, no fuera a irse de aventura en malas compañías, y traté de conciliar el sueño.
 
Dado a la vida muelle, encontré indebidamente molesto aquel modo de pasar la noche, y además traía conmigo un persistente dolor de rodillas, recuerdo de la humedad inglesa ("A ver si va a ser reuma", pensaba animoso). Y así, me levanté antes del amanecer, con el estómago exigente y un talante no tan jovial como fuera de esperar, o al menos de desear. El comercio estaba aún cerrado, y me tomé la libertad de arrancar un tetrapak de leche de una pila de ellos a la puerta de una tienda, con la vaga intención de pagarlo algún día. Asomaban unas hojas de una papelera, y cogí una de ellas para entretenerme mientras desayunaba a la luz de un farol, sentado en el borde de la acera. El papel denunciaba torturas e ilegalidades practicadas por los barbouzes, la policía irregular de De Gaulle, para acabar con la OAS, Organisation de l'Armée Secrète. La OAS se había opuesto a la independencia de Argelia, y había sembrado Francia de bombas durante unos años.
 
Deambulé un rato por el barrio, deliberando si convenía a mi salud tanto ahorro; concluí que no, y horas más tarde entraba en un albergue cercano, La Maison de la Jeunesse (¿et de la Culture? Casi lo juraría). Creo sinceramente que no se lo podría comparar con el Ritz, si bien hablo por hablar, ya que nunca dormí en el Ritz; pero costaba muy pocos francos la noche, cinco o así. Debía de haber sido un antiguo teatro, pues se componía de una planta baja semirrodeada de varios pisos de palcos (¿o me confunde la memoria con un albergue juvenil de la calle Drury Lane, en Londres? Han pasado cuarenta años, comprendan. Pero algo así era), todo ello atestado de férreas literas de dos y tres camas.
 
Al entrar le acogía a uno un noble y fraternal –también denso y penetrante– olor a humanidad, y la tibieza de la calefacción, vulgar y mecanizada, incluso deshumanizada, si se quiere, mas no por ello despreciable.
 
Poblaba el local una clientela de cientos de jóvenes y menos jóvenes, acaso no especialmente selecta pero sí cosmopolita. Mis vecinos próximos eran un inglés que estudiaba para mecánico de motores Rolls Royce, trabajo muy especializado, y que dedicaba unos meses a viajar; y un libanés que le tiraba los tejos piropeando su "bella musculatura". El inglés lo miraba con cortés repugnancia, si vale la expresión.
 
Mi inveterado exceso de confianza me hizo perder un par de zapatos ingleses bastante buenos, mi única posesión de algún valor. Un compañero me recomendó más atención y menos quejas, pues él conocía un local harto menos distinguido donde, si se te caía un calcetín de la cama superior de la litera, te lo birlaban antes de que llegara al suelo. Tal información me aportó un gran consuelo, si bien no pude menos de deplorar la degradación de las costumbres.
 
Se hospedaban allí unos cuantos españoles. Aquel otoño hubo una crisis económica en Europa, el paro alcanzó a un millón de personas en Gran Bretaña y cantidades similares en el resto, alarmantes en una época habituada al pleno empleo. De Alemania bajaban muchos trabajadores emigrantes, a veces sin un duro. Algunos se apañaban para dormir de balde en la Maison, escondiéndose en lugares inverosímiles cuando el encargado subía al recuento. A veces los descubrían y los echaban a curtirse en la dura y fría calle, forjadora de caracteres fuertes. A uno, vuelto de Alemania, lo invité a comer algún que otro bocadillo. Él conocía a un francés que le ayudaba, y me llevó un día a su casa. El francés pintaba cuadros extraños ("insecto sideral" y cosas de esas), y entre ellos había una extraña familiaridad.
 
"Es que son maricones, hombre, eso se nota. Por eso no se tienen respeto", aseguró uno del grupo español. A mí no me lo pareció.
 
También estaba de paso otro español, alto y fuerte, de facciones duras y poco latinas, más bien nórdicas, con una cicatriz en la mejilla, fruto de algún navajazo. Creo que era o había sido estudiante, pero llevaba tiempo recorriendo mundo, de marinero.
 
Pese al desempleo ambiental, estuve a punto de conseguir enseguida un trabajo, limpiando oficinas. Alguien me informó, y no recuerdo si fui tan estúpido de comentarlo o lo hizo mi informador, pero nos presentamos tres a la plaza y eligieron a otro. Éste era también un chaval joven, como de 20 años. Contaba una pequeña aventura: una noche, no teniendo dinero, estaba acurrucado en un portal y una buena samaritana le había invitado a su casa, a cenar y a compartir su cama, pues por desgracia sólo tenía una, al parecer.
 
"Así tendrían que hacer todas las francesas –comentó uno–, como un deber de fraternidad, pero, lamentablemente, suelen mostrar un recelo inexplicable".
 
Ya había notado yo ese recelo. Me había ocurrido, también en Inglaterra, ir a preguntar una dirección a una mujer, ya anochecido, y salir ella casi corriendo. Me había extrañado muchísimo, porque disto de ser guapo, cierto, y no aparentaba opulencia; pero tampoco creía razonable aquel susto. Además, nada así me había pasado en España. Luego me explicaron que por esos países de Dios las mujeres trasnochaban bastante menos que por aquí (ya lo había advertido) e iban intranquilas por la calle, debido a la delincuencia. Saberlo reconfortó un tanto mi maltratado ego.
 
El mismo muchacho –tengo una memoria fatal para los nombres, lo siento– hablaba de sus encuentros con republicanos exiliados, repitiendo con sorna sus letanías sobre la España de Franco, lóbrego país repleto de cárceles, miseria y analfabetismo. Se enfadaban mucho si les llevabas la contraria, y a las primeras de cambio te llamaban fascista. Conocí a algunos y me parecieron unos chiflados, pese a mis incipientes simpatías por el comunismo.
 
Y, en fin, al que voy, un hombre mayor sin llegar a anciano, corpulento y de estatura media. Comunista o ex comunista, había vivido en la URSS e intercalaba con frecuencia expresiones en ruso. Echaba pestes de los soviets, pero parecía añorarlos en algún sentido: "Allí por lo menos siempre tienes trabajo. El capitalismo no tiene piedad de los pobres". Obviamente, no le hacía feliz verse reducido a vivir en la Maison de la Jeunesse et de la Culture.
 
El Campesino.Trabé una ligera amistad con él, y me contó que había conocido al Campesino. Yo sólo tenía una vaga idea de la participación de éste en la Guerra Civil –y de la Guerra Civil misma–, pero recordaba que unos años antes había entrado por Guipúzcoa o Navarra con algunos partidarios y había asesinado a dos guardias civiles. La radio había hablado mucho del asunto. La operación, he leído después en algún sitio, la habían montado los servicios secretos franceses para "advertir" a Franco de la inconveniencia de proteger a la OAS. Según el hispano-ruso de París, antes de terminar la guerra el Campesino había ocultado en España algún tesoro, procedente de los desvalijamientos sistemáticos a que se habían librado las izquierdas, y tenía el mayor interés en recuperarlo.
 
Pasé quizá dos semanas en aquel sucedáneo del Ritz, y enseguida mi hacienda voló, pese a que pude trabajar unos días recogiendo platos en un comedor colectivo. Entonces resolví irme a otro albergue, en la Rue de la Pompe, llevado por curas y sostenido en parte por el consulado de España. El local acogía a españoles en busca de trabajo o momentáneamente en paro, y dejaban pernoctar en él, gratis, hasta doce días, ofreciendo además alguna que otra comida.
 
Cuando se lo dije al hispano-ruso, reaccionó como una fiera. "¡Vete a la Pompa, cabrón, vete con los curas! ¡A la Pompa, el último sitio al que se puede ir! ¡Fascista!¡Con los curas, vete con los curas, fascista!". Y estuvo un buen rato maldiciendo a gritos e insultándome en español y en ruso. Asombrado por aquella explosión, procuraba no reírme para no aumentar su furia. Los huéspedes cercanos, extranjeros todos, miraban la escena con sorpresa. La cosa tuvo una pequeña continuación, que ya diré.
 
Un año más tarde leí una entrevista a el Campesino en el diario de los sindicatos franquistas Pueblo. Para entonces yo estudiaba Periodismo, en Madrid, y ahora me viene a la cabeza una anécdota de Copenhague: conocí allí a un joven de Canarias, y al hablar de nuestros proyectos y contarle yo el de estudiar aquella carrera, exclamó: "¿Periodista? ¿Esa gentuza que se dedica a meterse en la vida de los demás?". Eso, en 1966. ¿Qué diría hoy?
 
Bueno, pues una foto de la entrevista me llamó la atención: creí reconocer a mi amigo el hispano-ruso de París. Ante otras fotos ya dudaba más, aunque admito que no soy buen fisonomista. Siempre quedé con la duda. De el Campesino supe mucho más, posteriormente. Héroe comunista durante la guerra, pasó a convertirse en villano cuando resultó inasimilable a la vida soviética. Su historia, contada por él con la ayuda de Julián Gorkín, es una sucesión de aventuras extraordinarias hasta lograr huir a Occidente, a través de Persia. Muchos han cuestionado la veracidad del relato, pero el hecho es que escapó del paraíso de los trabajadores en circunstancias realmente arduas, proeza realizada por muy pocos. Moriría en París en 1983, en la mayor pobreza, según tengo entendido.
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