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MEMORIAS ERRÁTICAS

Una escalada, un asado y un regreso

Me hubiera quedado en Christchurch más tiempo, pero no estaba sola en aquella excursión. Claro que, si hubiera dependido sólo de mi voluntad, habría echado el ancla en casi todos los lugares por los que iba pasando. No hubiera salido del Transiberiano, ni de Japón, ni de Hong Kong, ni de tantos países, pueblos y ciudades donde encontraba un modus vivendi agradable.

Me hubiera quedado en Christchurch más tiempo, pero no estaba sola en aquella excursión. Claro que, si hubiera dependido sólo de mi voluntad, habría echado el ancla en casi todos los lugares por los que iba pasando. No hubiera salido del Transiberiano, ni de Japón, ni de Hong Kong, ni de tantos países, pueblos y ciudades donde encontraba un modus vivendi agradable.
Cristina Losada, de autoestopista.
Pero aunque lo olvidara con frecuencia, Jim estaba a unos kilómetros de la Oxford neozelandesa, y ya se estaba agotando su interés por los gansos, cerdos y demás animales, racionales o no, de la granja en la que oficiaba de asesor. La dieta vital chez Donald no era muy variada; en las proximidades de su granja sólo había un bar, y ¿cómo iba a vivir sin bares un ginebrino de bistró?
 
Para más, habíamos apalabrado un puesto en la cosecha de manzanas de un granjero de Nelson y se aproximaba el vencimiento del visado, que ya habíamos extendido. Pero Jim, suizo al fin y al cabo, aficionado a la montaña nevada, no quería poner rumbo al norte sin subir a alguna de las cumbres que se alzan en el sur de la isla. Irse de Nueva Zelanda sin haber visto de cerca uno de sus famosos glaciares rozaba el delito. Yo hubiera cometido ese delito sin remordimiento alguno, pero el suizo tira al monte, y a mí terminó por picarme la curiosidad. Vayamos pues a la montaña, si la montaña no viene a uno.
 
Era el principio del invierno y todavía no había nieve en aquella zona montañosa en la que fuimos a caer. Eso le restaba majestuosidad al paisaje, pero era de agradecer cuando uno no está hecho ni vestido para las bajas temperaturas. La mujer de Donald me prestó un anorak, y esa prenda y mis botas gastadas constituían mi equipo para el ascenso. El campamento base era un refugio consistente en un amplio local, que hacía las veces de restaurante y albergue.
 
No había más que dos clientes. Eran dos amigos de la naturaleza. Con ellos subimos por pedregosas pendientes de color ceniza hasta el lugar más alto que era accesible. Desde allí contemplamos un glaciar, que a mí me pareció poco digno de tanta atención; era sólo un montón de piedras. Resistí en prudente silencio al entusiasmo de mis acompañantes.
 
El asado a la maorí.La despedida final del sur tuvo lugar en la granja de Donald, y por azar coincidió con una fiesta. El centro del guateque era un asado al estilo maorí. Se cavaba una fosa en la tierra, se metían allí unas piedras previamente calentadas al fuego y sobre ellas, o entre ellas, se introducía la carne que se quería asar, protegida en un envoltorio. Luego se tapaba el agujero con tierra y tocaba esperar. No parecía un procedimiento muy eficaz, pero era vistoso. Y cuando se extraía la carne, a los escépticos, que éramos los que veíamos aquello por primera vez, nos mostraban con satisfacción que, en efecto, funcionaba. No era como freír huevos sobre una piedra sometida al sol del desierto, pero se le parecía.
 
Las últimas jornadas chez Donald las pasé componiendo un breve vocabulario del granjero neozelandés, The kiwi sounds, al que contribuía todo el que iba pasando por allí. Entre las condiciones para ser granjero en NZ figuraban hablar rápido, anteponer bloody a cuanto se dijera, manejar una sierra eléctrica y ver televisión. Los hits de la temporada eran Miami Vice, Falcon Crest y The Equaliser. La lista de expresiones favoritas recogía éstas: "Hang on", "what’s up?", "that’s a good one", "good on ya [por you]", "not too bad", "she'll be right, mate", "make a cupa, girl", "don't let them screw ya", "do your own thing", "fair enough", "get of the grass", "I bought myself a bit of dirt", "that's grouse", "mate [por that's great]", "he is nasty piece of work", "speak up, dog!".
 
Con este tesoro lingüístico, abandonamos el sur. Salimos una mañana soleada a la carretera y allí nos pusimos a hacer autostop. Decidimos sacar un cartel con nuestro destino y Jim tuvo la ocurrencia de publicitar nuestras nacionalidades, como solían hacerlo algunos autostopistas para generar confianza en el conductor y excitar su curiosidad. En un pedazo de cartón, con un rotulador, dibujó la bandera suiza y algo parecido a la española. El ardid tuvo éxito, y en menos tiempo del que habíamos pensado nos encontramos de nuevo en el norte de la isla.
 
En Nelson, Hugo había sido padre, y eso no le había hecho más feliz. Seguía enfadado con los kiwis, que no terminaban de apreciar su cocina, y con las obligaciones que le imponía el restaurante. La presencia del bebé en la casa nos obligó a buscar otra residencia. Rose, hermana del que me había prestado la bicicleta durante la estancia en Nelson, y su marido tenían una habitación libre en su casa, y allí fuimos con la idea de esquatear un par de días, hasta que se sustanciara lo de la recolección.
 
Los glaciares que dejaron fría a Losada.En la ranchera de Hugo fuimos una mañana a visitar al simpático granjero, fumador en pipa, que nos había prometido darnos empleo cuando llegara la época. La granja ofrecía un aspecto muy diferente del que habíamos visto un mes y medio antes. Había un trasiego de gente con cestas y escaleras, que iba de los manzanos al almacén y del almacén a los manzanos, y un ir y venir de vehículos. La recolección ya había empezado.
 
Al granjero, que andaba de la ceca a la Meca, tuvimos que refrescarle la memoria, pues no parecía acordarse de nosotros o fingía no acordarse. El estrés le había anulado la simpatía. Puesto entre la espada y la pared, nos dijo lo que temíamos: sorry, pero ya tengo a toda la gente que necesitaba. Añadió algo más: en medio de aquel grupo de hombres que debían aplicarse al trabajo, ella –dijo por mí– sería a nuisance, es decir, una molestia.
 
Yo no era de fiar para aquel granjero de la pipa. Como Eva, podía tentar a los hombres mordisqueando manzanas, y la cosecha, ay, se hubiera perdido. Me sentí muy ofendida; pero, bien mirado, de quienes no se fiaba era de los hombres.
 
Nuestro gozo en un pozo. Comunicamos a nuestros anfitriones que tendríamos que pasar más tiempo en su casa. El tiempo necesario para sopesar nuestro siguiente movimiento. ¿Y cuál iba a ser? Regresar a Europa no era una opción; al billete de vuelta aún le quedaban varios meses de vida, y no era cosa de tirarlos por la borda. Jim, que tenía parientes en Filipinas, se orientaba hacia el Este. Imaginaba que allá, en el archipiélago, aquellos familiares, que eran gente bien situada, le proporcionarían contactos para seguir su periplo granjero, y ahora en un lugar tropical, que era su especialidad.
 
Mis planes eran otros. Quería poner rumbo a Australia. Estaba a la vuelta de la esquina, allí mismo, al lado, ¿cómo desaprovechar la ocasión? Y mis amigos de Christchurch me habían pasado algunas direcciones de conocidos suyos que se dedicaban al cine. Sabía, además, que en las Filipinas no podría hacer nada, salvo turismo.
 
El tira y afloja duró varias semanas. Hasta que intervinieron los amigos, esos amigos bienintencionados que procuran que las parejas no se rompan cuando están a punto de hacerlo. Filipinas se impuso. Al menos, había ocurrido allí algo interesante desde mi primera visita: la dictadura de Marcos se había venido abajo.
 
 
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