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CIENCIA

¿Curar, crear, clonar o proteger?

Este fin de semana Italia se somete a un inédito referéndum: la ciudadanía (los de letras y los de ciencias, los técnicos y los iletrados, los de derechas y los de izquierdas) tendrá que decidir si se admite la investigación con embriones y el uso de células madre. Evidentemente, el debate ha trascendido el ámbito científico y, como sucede habitualmente en estos casos, se ha instalado en los predios de la discusión meramente ideológica.

Este fin de semana Italia se somete a un inédito referéndum: la ciudadanía (los de letras y los de ciencias, los técnicos y los iletrados, los de derechas y los de izquierdas) tendrá que decidir si se admite la investigación con embriones y el uso de células madre. Evidentemente, el debate ha trascendido el ámbito científico y, como sucede habitualmente en estos casos, se ha instalado en los predios de la discusión meramente ideológica.
Imagen tomada de www.fluvium.org.
En esencia, el ciudadano italiano acudirá a las urnas, sea microbiólogo, director de orquesta, filósofo o bombero, con el voto ciertamente predeterminado por su adscripción política.
 
En bruto, la izquierda laicista votará a favor de la investigación embrionaria y la derecha católica en contra. No es, pues, un debate científico. Es un debate político.
Podría haber sucedido al revés. Si se tratara de decidir sobre el futuro de la energía nuclear, lo más probable es que la postura más tecnocientífica la monopolizaran, en este caso, los partidos de derechas, mientras que las izquierdas asumirían sin duda el reaccionario papel de oponerse al progreso de tal fuente energética.
 
Así las cosas, parece evidente que la ciencia, por sí sola, tiene pocas oportunidades de hacerse escuchar. Y esa es la razón por la que el debate lo llevan a sus espaldas filósofos, escritores, periodistas, clérigos, que aportan su grano de arena más o menos autorizado pero que, a menudo, acuden a argumentos muy lejanos a lo que verdaderamente debería cuestionarse.
 
Con mejor o con peor intención, con mayor o menor conocimiento, se han mezclado estos días conceptos tan dispares como la clonación, la selección de embriones, la eugenesia, el diagnóstico preimplantacional, la manipulación de células madre.
Un ejemplo evidente ha sido el kilométrico artículo con que Oriana Fallaci nos ha atizado en dos días consecutivos desde las páginas de El Mundo. Navegando por sus cientos de líneas, en ocasiones el lector avisado podía encontrar profundas e interesantes reflexiones bioéticas desde la moral cristiana unidas sin solución de continuidad a llamamientos de ingenuo ludismo anticientífico, o denuncias sobre la deshumanización de la ciencia increíblemente parecidas a las que se vociferan desde ciertos grupos ecologistas y las filas del esoterismo alternativo.
 
Oriana Fallaci.Sí, Fallaci ha realizado un valiente ejercicio de oposición a la corriente de lo políticamente correcto y de exposición en voz alta de su compromiso con la defensa de la ética biomédica más tradicional. Pero, permítanme la modesta apreciación, se ha hecho un lío.
 
Para oponerse al uso de células madre embrionarias en la investigación no es necesario acudir al coco de la clonación. El argumento de millones de niños clonados a modo de hitlercitos no viene a cuento en un momento en que la ciencia es incapaz de reproducir suficiente material genético para crear un cartílago de oreja idéntico a otro. Para solicitar el respeto a la dignidad del embrión no hay que negarse al avance de las técnicas de reproducción asistida que permiten aliviar el drama de miles de parejas en todo el mundo condenadas a no tener hijos o a tenerlos enfermos.
 
Isaac Asimov advirtió en su día de que si los avances de la biociencia han de ser detenidos será desde las propias filas de la ciencia. La ciencia no es perfecta, nos dijo, pero sólo mejorará con más ciencia.
 
Mientras la retórica habitual del momento nos asusta con un horrendo futuro de criaturas clónicas y madres desnaturalizadas, en los laboratorios de biomedicina de medio mundo se avanza por un camino lento y penoso. Los que sienten la tentación de abandonarse al influjo de la anticiencia deberían darse un garbeo por ellos.
 
Quizás nadie haya reparado en que, hace unas pocas semanas, el Instituto Bernabeu de Alicante saltó a las páginas de la prensa especializada por haber conseguido utilizar por primera vez el método MDA (Múltiple Displacement Amplification) para diagnosticar embriones. En este caso los embriones procedían de una pareja en la que el hombre padecía una enfermedad del tejido conectivo llamada "síndrome de Marfan".
 
Esta técnica permite analizar de manera rápida el material genético embrionario para detectar si el futuro bebé lleva consigo la huella de la enfermedad. El avance es importante porque hasta ahora el diagnóstico preimplantacional es una alternativa cara, compleja y difícil. Simplemente no existen tecnologías adecuadas para realizarlo de manera universal, rápida y segura.
 
Imagen tomada de la web de la U. del Sur de la Florida (www.hsc.usf.edu).Traigo este caso a colación para ilustrar hasta qué punto el debate sobre la biotecnología puede desbocarse. La retórica de la discusión parece sugerir que estamos a punto de entrar en una oscura era de manipulaciones embrionarias y ejércitos de clones, de desechos celulares en la basura y reconstrucciones a modo de Frankenstein. La realidad nos arroja otra imagen: ni siquiera estamos en disposición de hacer diagnósticos embrionarios a granel.
 
La diferencia entre el feble estado en que se hayan las biotecnologías y los temores que se arrojan sobre ellas es gigante. Parece necesario que, ante debates de este tipo, se aclare que no es lo mismo diagnosticar una enfermedad genética en un feto que clonar a un bebé. Que no es lo mismo seleccionar embriones que matarlos para investigar con sus células madre. Que no es lo mismo conocer el ADN de un ser humano no nacido que ser capaz de modificárselo.
 
Las técnicas de diagnóstico preimplantacional están avanzando poco a poco, pero serán útiles para prever enfermedades que van desde el cáncer a la esquizofrenia. Poco más allá puede, de momento, ir la ciencia. Llevar el debate a los extremos del catastrofismo es malo para todos: para los que defienden una moral estricta ante la biotecnología, porque pierden credibilidad; para los que trabajan en el uso controlado y ético de las técnicas de reproducción asistida, porque se ven igualados a perversos manipuladores de la dignidad humana.
 
Ni una cosa, ni la otra. No parece que nadie ponga en duda la práctica de amniocentesis para detectar si el futuro bebé va a padecer, por ejemplo, síndrome de Down. La técnica diagnóstica no es perversa en sí. Sólo cuando ese resultado es utilizado para tomar una decisión se convierte en acto moral. Una pareja que sabe que su futuro hijo va a nacer con una trisomía puede prepararse para cuidarle y educarle en la mejor de las condiciones posibles… o decidir que se practique un aborto. Ése es el acto moral juzgable, pero no lo es el momento tecnológicamente inocuo en que el doctor extrae material genético para detectar el mal.
 
Hoy nos hemos acostumbrado a intervenir en la futura vida de nuestros hijos antes de que nazcan. Las madres varían su dieta, la enriquecen con ácido fólico, modifican sus hábitos, consumen productos para evitar las náuseas, estimulan al feto desde fuera del vientre materno, lo ven crecer con ecografías… Los médicos pueden operar antes del parto y corregir defectos como la espina bífida, incluso deficiencias cardiacas. Inevitablemente, ya no dejamos a la naturaleza que siga su curso. Por fortuna, somos capaces de modificarlo para el bien del que va a nacer.
 
Esas técnicas tienen mucho que ver con la biomedicina, pero están muy alejadas de otras como el empleo de embriones para la investigación, el aborto selectivo o la clonación. Meter a todos en el mismo saco es un grave error. Supone cometer la equivocación de la que Asimov nos advertía. Es creer que los males de la ciencia requieren situarse en contra de la ciencia en lugar de mirar dentro de ella.
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