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NUEVO NÚMERO DE LA ILUSTRACIÓN LIBERAL

La ideología antiespañola

Lo que sigue es un fragmento del ensayo de José María Marco "Genealogía de los progresistas españoles", publicado en el número 30 de La Ilustración Liberal. En este nuevo volumen de nuestra revista de pensamiento el lector encontrará, además, trabajos de, entre otros, Cristina Losada ("La España gris de los 70 y otras leyendas"), Daniel Rodríguez Herrera ("Cómo miente Noam Chomsky") y Álvaro Martín ("Delitos de conciencia. Su final y el nuestro").

Lo que sigue es un fragmento del ensayo de José María Marco "Genealogía de los progresistas españoles", publicado en el número 30 de La Ilustración Liberal. En este nuevo volumen de nuestra revista de pensamiento el lector encontrará, además, trabajos de, entre otros, Cristina Losada ("La España gris de los 70 y otras leyendas"), Daniel Rodríguez Herrera ("Cómo miente Noam Chomsky") y Álvaro Martín ("Delitos de conciencia. Su final y el nuestro").
Hasta principios del siglo XX los españoles no habían padecido lo que hoy se llamaría una crisis de identidad colectiva, y eso a pesar de haber sufrido varias guerras civiles y la pérdida de casi todo su imperio, aquellos territorios de ultramar que la Constitución de Cádiz, como la Monarquía Católica, consideraba españoles, al mismo título que los territorios peninsulares.
 
Había habido una profunda reflexión introspectiva, como era lógico, en los años de mayor esplendor, y luego cuando, a mediados del siglo XVII, se desvaneció el sueño de la hegemonía española y católica. Había habido debates acerca de la aportación de la cultura española a la civilización occidental, a partir de algunos textos críticos escritos por ilustrados franceses. Ya en el siglo XIX, algunos heterodoxos, como Blanco White y luego Larra (aunque se puede especular acerca de cómo habría evolucionado, dado su giro al conservadurismo tras el golpe de estado progresista de La Granja), habían hecho suya esa idea muy francesa de una España incapaz para la modernidad por no haber participado en la Reforma.
 
Salvo estas excepciones (que hoy parecen de una importancia desmedida por la evolución histórica posterior), la construcción del Estado liberal y, en consecuencia, la articulación política de la moderna nación española se vivieron con un optimismo característico de la época. Fueron años de expansión económica y progreso general de la sociedad, promocionados en parte por el establecimiento de un Estado liberal. Este estado de espíritu se prolonga a lo largo de todo el siglo XIX, y no desprecia lo que de favorable tenía la peculiaridad española: su historia exótica y orientalizante, su raíz cristiana, su expansión por el mundo y la creación de una gran cultura dentro de la civilización occidental. Galdós en la literatura y Modesto Lafuente en la historia son algunas de las muestras insignes de un estado de opinión generalizado que acompaña a la creación de la nación española moderna.
 
El ambiente cambia de raíz con la pérdida de Cuba y Filipinas y la derrota ante Estados Unidos. En el conjunto de la opinión pública no hubo, en realidad, más que una depresión, la esperable tras la pérdida de los últimos territorios nacionales de ultramar. En los ambientes conservadores, la aplastante superioridad militar norteamericana dio pie a lo que acabaría siendo una combinación particular de admiración y resentimiento: Estados Unidos había empezado a suplantar el poder de las antiguas potencias europeas. En la izquierda, en cambio, la derrota del 98 apuntaló una interpretación del régimen de la Restauración que hasta el momento había permanecido recluida en círculos minoritarios. Probablemente se trataría de un desencanto previo al 98 avivado por los hechos entonces ocurridos.
 
José Ortega y Gasset.La Restauración sería, según esto, no una superación de las fantasías progresistas y las tendencias retrógradas del desaparecido Partido Moderado, sino el triunfo de la pura reacción. No continuaría la historia de España al modo en que Cánovas lo enunció, trabando el régimen liberal y constitucional con la nación española nacida cinco siglos antes; todo lo contrario: continuaba la historia más negra de una España que se había apartado de la modernidad en el siglo XVI, al rechazar la Reforma, y hundido a partir de ahí en lo que Ortega y Gasset, a punto de entrar en escena, llamaría "tibetanización", es decir, un aislamiento voluntario y un narcisismo letal, con el consiguiente atraso económico, la ignorancia y el apego a las tradiciones caducas.   
 
Justo en el momento en que el régimen liberal necesitaba un refuerzo de legitimidad para emprender la reforma que le debía conducir a la democratización surgía el mito de la España negra, irreformable. En esta visión influyó de forma determinante el grupo krausista. Los krausistas, sobre todo a partir de la llegada al liderazgo de Giner de los Ríos, cultivaron una imagen puritana. Venían a reencarnar la esencia pura, impoluta, incontaminada, de una España prostituida por el mal gusto –el peor de los pecados para aquel grupo– de los burgueses isabelinos y la Restauración.
 
Para desgracia de los españoles, esta visión brutalmente negativa de la sociedad, la tradición y la historia españolas alcanzará un grado de elocuencia superlativo al encarnar en una generación de escritores geniales, la del 98, que cumplirá con entusiasmo la tarea de destrozar, arrasar y esterilizar la raíz, hasta ahí viva, de la cultura española. Casi todos ellos se arrepentirán después de sus arremetidas de juventud, pero para entonces el daño ya estaría hecho. Después de aquella brecha abierta a propósito, con saña y entusiasmo, sería muy difícil reconstruir la continuidad.
 
Casi toda la historia española, y buena parte de la cultura que había creado, quedó distorsionada, degradada, irrecuperable hasta muchos años después. Se redescubre al Greco, por ejemplo, pero como expresión de una excepcionalidad individual o nacional. En cambio, se decide que no existe escuela de pintura española y se niega al teatro español –a Lope, a Calderón y a Tirso, ni más ni menos– la categoría que se reconoce al francés o al inglés.
 
La intensidad de aquella ruptura, contra la que elementos más prudentes no pudieron oponer sino buenas intenciones, marcó toda la cultura española. Hasta hoy. Fue retomada por la llamada Generación del 14, que le dio una nueva dimensión, intelectual y política. España, dijo Ortega, era la historia de una enfermedad. La Segunda República, desde este punto de vista –que es el de Azaña, otro esteta enfermo de resentimiento, de los muchos que abundan en esos años–, es una empresa de demoliciones llamada a desmantelar la falsificación instaurada por sucesivas generaciones de liberales traidores a los principios de sus mayores, los gloriosos doceañistas.
 
La mistificación ideológica e histórica, alimentada por una imaginación estética tan brillante como ajena a cualquier responsabilidad cívica (y moral), recupera así el mito progresista de la revolución pendiente. Y lo legitima con toda la fuerza emocional de la persuasión estética. Se la puede calificar de antiespañola; no por la crítica de la tradición, sino por la violencia con que destruyó la continuidad. A partir de ahí los españoles no podrán reconstruir con naturalidad su filiación cultural y espiritual.
 
Antonio Maura.Lo que a finales del siglo XIX era patrimonio de una minoría exquisita: el gusto por la execración de España, se convierte, ya a finales de la década de 1920, en lugar común. En torno a 1898, los españoles se escandalizaban de que unos cuantos compatriotas se permitieran el lujo de despreciarlos, cuando no de insultarlos; treinta años después, una parte importante de la sociedad le ha cogido el gusto a la actitud masoquista y se estremece de placer cada vez que se le recuerda lo atrasada, ignorante y zafia que es.
 
En buena medida se trata de una coartada, porque los mismos que no consiguen democratizar el régimen liberal, que incluso obstaculizan su democratización en la primera década del siglo XX, cuando se oponen a la derecha democrática de Antonio Maura en vez de crear –por su parte– un partido democrático, son los que elevan a categoría de dogma cultural el mito de una España negra y decadente.
 
Bajo esa atrocidad correría el agua pura del sentimiento popular, siempre manipulado en su buena fe. El razonamiento prosigue postulando que el pueblo, el único que se había salvado de aquella decadencia cultural, venía a ser la encarnación de una España que a lo largo de muchos siglos de falsificación se habría mantenido milagrosamente impoluta, virgen. Bastaría que aquellos batallones populares se pusieran al servicio de la inteligencia progresista –a estas alturas republicana– para que renaciera la España eterna, la auténtica y al mismo tiempo la eternamente nueva.
 
Uno de los problemas de aquellos batallones es que estaban encuadrados por los socialistas, que nada tenían de democráticos, y, si es que se puede utilizar el término encuadramiento en este caso, por los anarquistas, que de democráticos tenían aún menos. Pero había otro problema: el auge de los nacionalismos.
 
Los escasos republicanos que habían surgido al debate público en la España del siglo XIX representaban una corriente extrema dentro del progresismo, aunque alguno de ellos se reconvirtiera al sistema liberal tras el fiasco del Sexenio, como ocurrió con Castelar, un republicano no invocado nunca en el santoral republicano del actual jefe de Gobierno. Su programa estaba lleno de buenas intenciones democráticas, pero no articularon nunca un pensamiento consistente acerca del significado del bien público. Cuando el actual presidente del Gobierno habla de republicanismo, virtudes cívicas y democracia participativa tiene que echar mano de autores extranjeros. Sólo Azaña, en algunos textos, intentó traducir, más que pensar, el significado del republicanismo.
 
Del republicanismo los progresistas, muy influidos por los masones, heredaron el mito escenográfico de la Revolución Francesa, que luego teatralizaron en 1931. En general, el republicanismo se convirtió con el paso del tiempo en federalismo, que servía de cauce, en buena medida, a algunas reivindicaciones de orden social. Quedaba el matiz puramente federal, que debía haber elaborado una concepción del Estado distinta a la centralizada que había triunfado en España tras el desplome del Antiguo Régimen y la revolución liberal-conservadora.
 
La confusión y los errores intelectuales del ideario federal, como el de Pi y Margall, condujeron al desastre de la Primera República, cuando el Estado liberal pareció desintegrarse en la sublevación cantonalista. El federalismo quedó tan desacreditado como el progresismo.
 
La derrota del 98 y la crisis de la nación liberal le dieron una nueva oportunidad. El guante no lo recogieron ahora los antiguos federalistas, gente de izquierdas, sino políticos e ideólogos de ideario conservador (en Cataluña) e incluso, aunque muy primitivamente, prefascista (en lo que entonces se llamaba las Vascongadas). Los nacionalistas reivindicaban la patria sagrada, la tradición, la subordinación del individuo al grupo. Era una puesta al día de las tesis contrarrevolucionarias venidas de Francia y Alemania. Pero los nacionalistas llegaban en un momento oportuno: en la crisis de la identidad nacional y en el momento de la crisis de la democratización del régimen liberal.
 
Francisco Giner de los Ríos.Los conservadores, en los años de transición entre el liderazgo de Cánovas y el de Antonio Maura, y luego tras la quiebra de éste, se sentían inseguros de su propio ideario. Vieron en los nacionalistas catalanes, mucho más conservadores y mucho menos liberales que ellos mismos, un posible aliado. Ahí se inició una actitud a la que la derecha española sigue siendo fiel: considerar Cataluña un problema catalán y abandonar el liderazgo de esa región a los nacionalistas, creyendo –o fingiendo creer– que son sus aliados naturales. Los nacionalistas consiguieron así una legitimidad inesperada. También les llegó por otro lado, aún más sorprendente.
 
Los socialistas y los republicanos –los encuadrados en el radicalismo lerrouxista– se mantuvieron firmes en su defensa de un sistema político nacional. No así, en cambio, una parte del progresismo. O bien por puro oportunismo, o bien porque una parte del progresismo –en particular, la muy influyente encabezada por Giner– había abandonado ya a esas alturas cualquier rastro de liberalismo y evolucionado, como era previsible, hacia una concepción organicista, no individualista, de la sociedad (...), los hubo que se interesaron por aquella renovación en clave conservadora de las ideas federales –o mejor dicho, confederales– que tan mal resultado dieron en 1873. Pero aquello caía ya tan lejos…
 
Así empezó a fraguarse una idea inédita pero que venía a añadirse al mito progresista de la traición de los liberales al ideal primero de la revolución. Y es que la nueva España que los progresistas debían alumbrar tendría obligadamente que incorporar las realidades nacionales que el régimen centralista liberal había querido borrar del mapa. Los progresistas hacían suya una parte del argumentario nacionalista, heredero a su vez de una veta carlista, en nombre de la España nueva primero y luego directamente de la famosa revolución pendiente…
 
La Segunda República intentaría dar cauce a esta síntesis improbable –por no decir incongruencia, o algo peor– abriendo la puerta del Gobierno a los nacionalistas de izquierda, con los resultados de todos conocidos. La construcción nacional iniciada por los nacionalistas conservadores a principios de siglo se acelera a partir de 1931, con los nacionalistas de izquierda y la proclamación de la soberanía de Cataluña.
 
Sabemos bien en qué concluyó todo aquello. La España nueva y eterna cayó en manos de sindicalistas, anarquistas, estalinistas y burgueses compañeros de viaje (más o menos a la fuerza). Hubo que elegir entre una dictadura, la de Franco, y el comunismo totalitario, que ganó la guerra civil que se abrió, dentro del conflicto nacional, en las filas de los defensores de la legalidad republicana.
 
La victoria de Franco condujo a la sociedad española a su primer momento de auténtico aislamiento desde muchos siglos atrás, pero le evitó las monstruosidades del comunismo. Siempre se puede especular acerca de lo que quedaría a estas alturas de la tradición progresista española de haber triunfado los comunistas al servicio de Stalin. Probablemente ni las cenizas. Pero con Franco el mito de la España de las nacionalidades, la España plural, quedaría inscrito en la genética del progresismo español. Desembocó en la nación de naciones en que nos estamos convirtiendo hoy en día, sin que nadie, excepto quienes quieren culminar la creación al margen de la española, sepa lo que quiere decir esa expresión.
 
 
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