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CIENCIA

La mente fósil

Hay científicos que, rastreando capas cada vez más profundas del subsuelo, encuentran evidencias óseas de animales antiquísimos y las utilizan para reconstruir el aspecto de los susodichos. Pueden hacerlo porque los huesos, en determinadas circunstancias, fosilizan y quedan petrificados, a veces en estados de conservación increíblemente fieles, para siempre.


	Hay científicos que, rastreando capas cada vez más profundas del subsuelo, encuentran evidencias óseas de animales antiquísimos y las utilizan para reconstruir el aspecto de los susodichos. Pueden hacerlo porque los huesos, en determinadas circunstancias, fosilizan y quedan petrificados, a veces en estados de conservación increíblemente fieles, para siempre.

Igualmente, hay científicos que son capaces de encontrar restos de polen que flotaban en el aire hace miles de años y deducir de ellos la edad de los objetos que han sido impregnados con ellos o el uso que se les daba. Y los hay que pueden rescatar del pasado insectos congelados en gotas de ámbar que muestran a la perfección el aspecto que tenían cuando la Tierra estaba habitada por dinosaurios. Esto es así porque el polen y el ámbar también pueden fosilizar. Como pueden fosilizar los cráneos, las caderas, las mandíbulas y los fémures de nuestros ancestros, sus ropajes y las herramientas que fabricaron hace cientos de siglos.

Gracias a la paleoantropología conocemos el aspecto de seres vivos y cosas ya extintas. Pero hay algo que no fosiliza, una función vital que reside en los adentros de un órgano blando que no deja huellas, que se descompone definitivamente y desaparece poco después de morir: la mente humana. La osamenta del cráneo permanece, el cerebro vuela. De manera que no contamos con fósiles cerebrales que nos permitan averiguar qué pensaban los humanos que nos antecedieron en la evolución.

Una rama cada vez más apasionante de la biología, que bebe profusamente de esa otra inquietante ciencia que es la neurología, consiste en tratar de reproducir la mente de los predecesores del Homo sapiens. Porque si bien es cierto que carecemos de huellas físicas del cerebro antiguo, sí contamos con evidencias indirectas de su existencia: los frutos de la actividad que realizó. Las herramientas que construyó un Homo antecessor hace 600.000 años en la sierra de Atapuerca nos dicen sobre aquel primer europeo conocido tanto como su quijada.

Sabemos, por ejemplo, que hace 2,5 millones de años el Homo habilis se dedicaba a carroñear, pues no era lo suficientemente listo para cazar, aunque sí para tallar piedras afiladas que pudieran espantar a las fieras que le disputaban el alimento. Era poseedor de una inteligencia incipiente, que hacía de él una especie de niño tontorrón hasta la adultez. Del Homo ergaster, su sucesor (2 millones de años), sabemos que tenía una capacidad craneal suficiente para albergar un cerebro más parecido al nuestro. Aquellos homínidos podían realizar larguísimas migraciones a pie e incluso construir balsas, que les permitieron cruzar el mar y desplazarse a Asia y a Europa desde su África natal. Sus herramientas eran precisas, simétricas, poseedoras de cierta euritmia –lo que puede considerarse el primer rasgo de vocación de estilo en la historia humana–. Hay incluso quien defiende la tesis de que estos seres consolaban a sus crías emitiendo un ronroneo ancestral, a modo de primitiva y tierna nana.

Posible aspecto de un neandertal.Podríamos seguir realizando este ejercicio de imaginación con cada uno de los estadios evolutivos del ser humano, y descubriríamos así a un antecessor dispuesto a devorar el cuerpo de sus congéneres muertos, algo que puede parecernos atroz pero que a fin de cuentas no era más que un comportamiento dictado por el instinto de supervivencia. Para compensar, podríamos escuchar la primera pieza musical creada espontáneamente por un Homo heidelbergensis hace 500.000 años, al tañir las estalactitas de su cueva y experimentar una sensación de sosegado placer en la sucesión de los sonidos. O sorprendernos con la elaborada parafernalia del neandertal, confeccionador sabio de herramientas y ropajes (quizás el atisbo de la primera industria de la moda).

Todo ello forma parte del catálogo de comportamientos humanos, productos de la mente evolucionada que, a pesar de ser fruto de algo que no fosiliza, han dejado su impronta y hoy nos sirven para elaborar una imagen más o menos acertada de aquellos homínidos que nos precedieron en el difícil empeño de sobrevivir.

Por eso es tan importante determinar cuándo surgió en el ser humano la capacidad de fabricación de herramientas, desde cuándo nuestros genes portan el mensaje que facilita a nuestros cerebros la anticipación de problemas, la proyección de necesidades y la confección de utensilios para satisfacerlas.

Un equipo de científicos españoles, capitaneado por Manuel Domínguez-Rodrigo, acaba de dar al traste con una idea recién instalada en la comunidad científica. Según publicaba en agosto la revista Science, restos de pequeños huesos de un herbívoro de hace más de 3 millones de años, con dos muescas alineadas de manera simétrica, sugerirían que ya los viejos Australopitecus afarensis utilizaban herramientas de piedra para descarnar las piezas animales de que se alimentaban. La noticia corrió como la pólvora por la comunidad científica porque adelantaba en millón y medio de años la confección de herramientas. Pero Domínguez-Rodrigo sostiene que esas marcas pudieron ser producidas al ser esos huesos pisoteados por animales en un suelo de grava. Así las cosas, el privilegio de fabricar artefactos por primera vez seguiría siendo cosa del Homo habilis, que necesitaba consumir más proteínas de carne para surtir de energía a su cerebro en expansión.

Sí, es cierto que la mente no fosiliza. Pero para la eternidad científica quedan las pruebas de su actividad. ¿Qué mensaje encerrarán nuestros artefactos para los paleontólogos que los desempolven dentro de unos cuantos millones de años?    

 

http://twitter.com/joralcalde

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