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MEMORIAS ERRÁTICAS

Luz-Vi-Minda

En Manila empezaban a caer las primeras lluvias de la estación. Eran chaparrones fuertes y breves, que no despejaban la atmósfera cargada de la ciudad. Habíamos vuelto a la capital y a la residencia de los Pineda.

En Manila empezaban a caer las primeras lluvias de la estación. Eran chaparrones fuertes y breves, que no despejaban la atmósfera cargada de la ciudad. Habíamos vuelto a la capital y a la residencia de los Pineda.
Manila, un día de lluvia (imagen tomada de www.whoa.org).
En Puerto Galera podía uno distraerse fácilmente; en una casa de un suburbio capitalino no había nada que hacer: ni las tareas domésticas, que de eso se encargaban las dos o tres muchachas que allí tenían. Hasta entrar en la cocina suponía una interferencia y producía un trastorno. Tanto me desesperaba la inacción, que pensé de nuevo en el periodismo.
 
En el porche, asomada a unos pocos metros de jardín, leía los periódicos y algunas revistas extranjeras que habían guardado del momento de la Peoples Revolution. Con la laboriosidad de la hormiga, pero sin su sentido de lo útil, iba anotando datos sobre aquel episodio y sus secuelas. Le escribí a un amigo de Madrid, que entonces pintaba algo en una agencia, para pedirle una acreditación. Imaginaba que con ella tendría acceso a personas y material para fabricar algunos reportajes. El alejamiento me obnubilaba; era absurdo pensar que un medio español tuviera algún interés por la política filipina.
 
Entonces supimos de la inauguración de una línea de autobuses. Era un proyecto ambicioso. Se trataba de hacer posible, por primera vez, el viaje entre el norte y el sur del archipiélago en un solo medio de transporte y por carretera. Podría recorrerse de una tacada el trayecto de Manila a Davao, capital de Mindanao, la isla más sureña, que tenía el punto exótico de una población en parte musulmana y el riesgo de que actuaba allí una guerrilla sanguinaria, el Moro National Liberation Front. En suma, dos atractivos para unos viajeros occidentales. Bueno, se suponía que en la autopista y en las ciudades no andarían haciendo de las suyas aquellos salvajes.
 
La línea se publicitaba con el nombre de Luz-Vi-Minda: Luzón, Visayas, Mindanao, las islas y archipiélagos –en el caso de las Visayas– que había que atravesar. El viaje se haría de un tirón, durmiendo en el autobús, con paradas breves para desentumecerse. No recuerdo cuántas horas dijeron que tardaríamos, pero después de las 52 que había sufrido entre Cuzco y Lima me parecieron soportables. Y no teníamos mejor cosa que hacer. Con parte del poco dinero que nos quedaba compramos sendos billetes.
 
Davao.Al llegar al autobús nos encontramos con un pequeño tumulto mediático, con su despliegue de cámaras y demás. Sin comerlo ni beberlo nos habíamos metido en el viaje inaugural. El resto del pasaje lo formaban periodistas de Davao, que habían sido invitados por la empresa transportista para ser testigos del acontecimiento. El vehículo no ofrecía lujos ni tenía aire acondicionado, pero era más cómodo que los trastos habituales.
 
El viaje se emprendió con expectación y una jocosa desconfianza. Nadie del pasaje apostaba a que se pudiera hacer en el tiempo previsto. Debíamos atravesar en ferry un par de estrechos, y se barruntaban fallos y contratiempos. Pero a nadie le importaba mucho. Como buenos filipinos, los periodistas se entregaban gustosos al espíritu de aventura que le envolvía a uno en aquel país cuando emprendía una carrera de obstáculos contra la naturaleza. Llevábamos dos chóferes, y ambos compartían la emoción del estreno.
 
Las primeras horas se pasaron bajo el hechizo de los hitos y mitos del paisaje filipino por los que íbamos pasando. El lago Laguna, el monte Makiling, la península de Bicol y, sobre todo, la aparición del volcán Mayon, con su cono perfecto, nos mantuvieron entretenidos, como, en general, cualquier cosa que veíamos. Como los viajeros que antaño inauguraran una línea de ferrocarril, de todo nos asombrábamos. En Matnog, el autobús embarcó en un ferry y decenas de niños se lanzaron al agua. Desde allí pedían a grito a los viajeros que arrojaran monedas al mar. Cuando caían, buceaban para recogerlas. Algunos protegían los ojos con unas gafas artesanales hechas con la corteza del coco.
 
El San Juanico Bridge.Entramos en la isla de Samar, y la carretera, que recibía el solemne nombre de Asian Highway, serpenteó entre las montañas y la costa, por aldeas que anidaban al pie de las terrazas donde crecía el arroz y poblados acogidos a la sombra de los cocoteros. Desde Tacloban, que recordaba con un monumento a las American Liberation Forces del general MacArthur, que había instalado allí la capital provisional de Filipinas, pasamos por un puente a la isla siguiente, Leyte. Era el puente más largo, y decían que más elegante, de todo el archipiélago; el San Juanico Bridge, una moderna construcción de acero y cemento.
 
Incansables, los chóferes seguían tragando kilómetros. Entre Manila y Tacloban habían engullido 900, a las modestas velocidades que permitían las circunstancias. Ya habíamos pasado y padecido una noche de duermevela en el autobús cuando llegamos al extremo sur de la isla de Leyte. En la población de Liloan subimos al segundo ferry de la excursión. Allí, en cubierta, un equipo de televisión de Davao que iba en el autobús nos entrevistó a los dos únicos extranjeros de aquel primer Luz-Vi-Minda.
 
¿Qué nos parecía ese viaje pionero? Soltamos los epítetos admirativos de rigor que se esperan de un extranjero bien nacido sobre las tierras, paisajes y paisanajes vistos o entrevistos, pero no pudimos evitarlo; tuvimos que hacer alguna crítica, no recuerdo ya a cuento de qué, pero relacionado con la organización del viaje. Lo hicimos incluso con premeditación, uno daría una de cal y otro una de arena. A Jim le tocaba prestarle voz al malestar. El resultado, según supimos en Davao unos días después, fue que a mí me sacaron por la tele y a él no.
 
Al otro lado del estrecho pudimos pisar por fin la tierra de Mindanao. Yo la había pisado cinco años antes, pero en Cagayán de Oro, mucho más al oeste y en la costa. Ahora nos metimos por el interior, hacia el sur de la isla, pasando por ciudades como Butuan, Prosperidad y Tagun, de las que no conservo imagen alguna en la memoria. Lo que recuerdo bien es que los periodistas insistían en que al llegar a Davao debía yo probar la fruta más famosa de la región, el durián.
 
La peculiaridad del durián es que emite un olor nauseabundo y tiene un sabor exquisito. ¿Cómo era posible tal disparidad? No lo sé, pero era así. La piel de la fruta semeja un erizo, y mientras no se abre, todo aquello despide un aroma vomitivo. Sólo si uno supera esa barrera olfativa, abre la fruta y saborea su carne comprueba que es deliciosa.
 
En las calles y plazas de Davao abundaban los puestos de frutas, atestados de bananas, mangos, papayas, piñas y frutas tropicales que yo desconocía. Pero sobre todos ellos reinaba el durián, con su, digamos, fealdad exterior y belleza interior. Su reino se reconocía por la nariz, y se extendía mucho más allá de los puestos donde se vendía, no precisamente barato, por cierto. Su olor era tan repugnante como intenso y pertinaz.
 
 
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