Afortunadamente, en Europa, concretamente en Gran Bretaña, ha encontrado la financiación requerida, lo que ha supuesto además el salto desde su tradicional escenografía neoyorquina hasta Londres. La aventura atlántica ha merecido la pena.
Quizás un tanto inseguro por tantos cambios, Allen ha cambiado rasgos fundamentales del peculiar estilo que le hizo merecer el Príncipe de Asturias, aunque sin renunciar a su impronta. Ha limado algunas de las aristas que le hacían refractario al gran público: desde la verborrea irónica hasta los líos sentimentales neuróticos de los intelectuales de Manhattan que pueblan su particular mundo. En Match Point elabora un drama elegante y brillante acerca de la ambición, la pasión sexual, el deseo de estatus y, sobre todo, cómo nuestras vidas se conforman por una mezcla indeterminada de azar y necesidad.
En EEUU, el país más avanzado científica y tecnológicamente, soplan fuerte los vientos de la superstición. Frente al universo fríamente amoral que plantea la ciencia, los defensores del diseño inteligente sostienen que lo que ocurre en el mundo físico y biologico tiene un sentido. La disputa parece decimonónica, pero se produce aquí y ahora. Y no afecta únicamente al conocimiento, sino que tiene un trasfondo moral, que es lo que encrespa los ánimos.
En el siglo XIX, Dostoievski y Stendhal plantearon la cuestión de si el orden humano está regido simplemente por el azar y la necesidad o bien hay algo más, de orden sobrenatural. En Crimen y castigo, por una parte, y Rojo y negro, por otra, realizaron dos análisis complementarios del problema. En la primera, el filósofico Raskolnikov desafía el orden metafísico del Universo cometiendo un asesinato. En la obra del novelista francés, el calculador sentimental Julien Sorel prosperará en la escala social utilizando como peldaños el crimen y la mentira.
Tanto el novelista ruso como el escritor francés son dos referencias explícitas en Match Point, que narra la historia del ascenso en sociedad de un ambicioso joven que se debate entre dos mujeres y, al no hallar una salida, opta por una solución desesperada. El protagonista es Chris Wilton (Jonathan Rhys-Meyers), un irlandés de origen humilde, ex tenista profesional que ahora es entrenador en un elitista club londinense. Su pasión por la ópera le lleva a trabar amistad con uno de sus alumnos, el joven play boy Tom Hewett (Matthew Goode), que pertenece a la clase alta inglesa. Chris logra seducir a la hermana de Tom, Chloe (Emily Mortimer), e introducirse en los círculos aristocráticos y financieros de la City. Allí conoce a Nola Rice (Scarlett Johansson), la prometida de Tom, norteamericana de nacimiento y aspirante a actriz. Nola es una mujer de una belleza sensual, con la que Chris no tarda en entablar una relación clandestina.
Lastrado en sus últimas películas por el fantasma del personaje que tan metódicamente ha ido construyendo en los últimos decenios, Woody Allen se olvida aquí de sí mismo para realizar su película quizás menos autoral, aunque no por ello falta de personalidad. El resultado es una historia contada con buen pulso narrativo que satisfará a los que encuentran pesada la habitual expresividad declamatoria del neoyorquino. Tampoco defraudará a los seguidores acérrimos de Allen, ya que recupera el tono maduro, ligeramente sombrío, de sus mejores películas, sobre todo Delitos y faltas, aunque la densidad filosófica que le gustaba imprimir en sus películas permanece ahora en un segundo plano, solamente apuntada en las referencias literarias explícitas que ya he comentado y en el aire de familia que Allen adopta respecto a tradiciones cinematográficas que hasta ahora le resultaban ajenas, fundamentalmente el suspense de corte hitchcockiano.
Así, el jugador de tenis protagonista nos lleva a pensar en el Farley Granger de Extraños en un tren, la novela que adaptó Hitchcock de Patricia Highsmith, la gran autora de thrillers en que la culpa, la mentira y el crimen ocupan un lugar destacado, sobre todo de la mano de su más conocida creación, Tom Ripley, que, al igual que el Chris de Allen, se caracteriza por la habilidad para estar en el momento justo en el lugar apropiado y por su belleza física. Semejante a Ripley, y a diferencia de Raskolnikov y Sorel, Chris permanecerá a salvo de las inclemencias de un supuesto orden moral cósmico.
El título de la película hace referencia a los momentos de nuestra vida que dependen del mero azar: doblar una esquina es equivalente al lanzamiento de una moneda; demorarnos tomando un café puede tener efectos desastrosos o benéficos del mismo modo que la pelota que ha golpeado la cinta de la red duda antes de caer de un lado u otro de la pista, otorgando el triunfo a uno de los contendientes. Allen juega hábilmente con el espectador, incitándole a creer en la supersticiosa noción del azar.
Sin embargo, lo que nos muestra es la implacable necesidad que guía la conducta de Chris, a partir de un carácter que sabe lo que quiere, y pone toda su astucia y fuerza de voluntad al servicio de sus designios, aun con alguna vacilación.
Desde este punto de vista, Allen construye una secuencia aparentemente redundante pero psicológicamente imprescindible: Chris cita a un viejo amigo con el único propósito de contarle el dilema entre la pasión abrasadora que siente por su amante y el deseo de mantener el tren de vida que le ha aportado el matrimonio. En realidad, lo que quiere es reflexionar consigo mismo mediante persona interpuesta. Con lo que, además, Allen consigue explicarnos a nosotros mismos nuestras pasiones más escondidas bajo la capa del convencionalismo social y el estándar moral.
La traslación desde los clásicos escenarios neoyorquinos de Allen hasta el nuboso, gris y, sin embargo, brillante Londres se realiza con buenos resultados gracias a una saturación cromática que enriquece y embellece la fotografía. Al tiempo, representa verosímilmente la clase alta inglesa, con su moderada afectación y sus exquisitos, y un tanto hipócritas, modales. Exhibe, por otro lado, una gran familiaridad cuando filma lugares típicamente turísticos como la Tate Modern, el parque de St. James o el Covent Garden, además de una casa de campo situada en el condado de Buckingham.
Como siempre en sus películas, dado su extraordinario oído como músico y su gran cultura musical, hay que concentrarse en la selección operística con que puntúa las secuencias más relevantes, desde el inicial 'Mi par d’udir ancora' de la ópera de Bizet Los pescadores de perlas hasta la contraposición final, entre 'Desdemona rea!' de Otelo y 'O figli, O figli miei!... Ah, la paterna mano' de Macbeth, ambas de Verdi, cuando Chris tiene que decidirse trágicamente entre sus dos mujeres.
Partidario de una interpretación naturalista, con pocos ensayos y menos indicaciones, los actores acostumbran estar sobresalientes en las películas de Allen. No es ésta una excepción. Todo el reparto es superior, aunque descollan los protagonistas. Jonathan Rhys-Meyers y Scalett Johanson, desde su primer encuentro, pleno de tensión sexual, van a establecer una espiral de atracción fatal que culminará en una secuencia erótica, bajo la lluvia y entre las espigas, destinada a convertirse en un objeto de oscuro deseo.