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Francisco Pérez Abellán

El Cristo de Interior y el ministro del pecado

El Gobierno consiente que definitivamente pongan en libertad al diablo de Alcácer, Miguel Ricart,

El Cristo del Ministerio del Interior se remueve inquieto en su cruz, delgado como una estaca y triste por los españoles, a los que ve que no levantan cabeza: dentro de la crisis, amenazados por terroristas en libertad, violadores y asesinos múltiples, después de que la justicia abriera las puertas de las cárceles. En tierras de África, el Gobierno ha puesto alambradas con cuchillas que desgarran la carne y mutilan a los inmigrantes, por mejor nombre, refugiados que huyen de sus países. Los españoles que siguen siendo cristianos andan atribulados y pesarosos. El Gobierno consiente que definitivamente pongan en libertad al diablo de Alcácer, Miguel Ricart, asesino de las tres niñas. El Cristo llama a Camilo, el del premio, y al comunista Pepón, por ver de meter en vereda al ministro del pecado.

-¿Jorge?
-Sí, Señor.
-No te escondas.
-No me escondo, Señor.
-¡Sal a ver a tu Dios!
-¡Como queráis!
-¿Qué estáis haciendo?
-¿De qué habláis?
-¡Habéis soltado al diablo!
-Hemos soltado a Ricart, pero no he sido yo.
-Ricart, que nada ha aportado a la justicia.
-Se han empeñado, sí.
-El jefe oculto de la banda.
-Ha cumplido veinte años entre rejas.
-De una condena de 170.
-Señor, hay que tener caridad.
-¡Y eso que lo digas tú!
-Yo no lo he puesto en la calle.
-¿Quién ha sido?
-Ha sido Mariano.
-Primero, el violador del portal.
-Sí, Señor.
-Luego, el violador del ascensor.
-Sí, Señor.
-¡Y el asesino de Anabel Segura!
-¡Oh, Dios, dicho así suena horrible!
-Es horrible. Y peligroso.
-Y tú, Jorge, pecador, ¿cómo te sientes?
-Mal, Señor, con la calle llena de asesinos y violadores. Si llego a saberlo, pido el Ministerio de Información.
-¡Pero si ya no existe!
-Pues el de Sanidad. O la embajada del Vaticano.
-¡Y la calle llena de etarras!
-Es para celebrar la Navidad.
-Jorge, Jorge, no digas herejías. No peques contra tu Dios.
-Os aseguro que defiendo el espíritu de la fe.
-¿Y las cuchillas de las alambradas de África?
-Son para impedir el paso al infiel.
-¿Por qué las has puesto?
-¿Porque son negros, Señor?
-¿Las habrías puesto en Gibraltar? ¿Se las habrías puesto a los contrabandistas del Peñón? ¿A los finlandeses o a los noruegos?
-No, Señor. Nunca en el espacio Schengen. Además, cortan menos que las de afeitar. Os lo aseguro.
-No mientas, Jorge. Escucha al papa Francisco. Predica la Iglesia de los pobres. Y no pongas trampas a tus hermanos. Las concertinas hacen heridas profundas, revientan las manos y los pies. Te pareces al estalinista Pepón. Tienes cosas del chavista Maduro. No pararás la huida de los subsaharianos, pero obtendrás inmigrantes con mutilaciones. Es peor el remedio que la enfermedad. No dirás que no te lo advierto: ¡a cada uno le espera su concertina en el infierno!
-Señor, ha sido Ruiz Gallardón. Recuerda que quiso poner la píldora poscoital en el Ayuntamiento de Madrid, para niñas de 13 años, sin que lo supieran los padres. Siempre es él. Pero tira la piedra y esconde la mano. ¡Se bebe 9.000 millones y deja la Botella!
-Y lo de Ricart, ¡mira que sois atascados! El abogado del Estado ha querido evitar que rodaran cabezas, pero vosotros nada. Habéis acabado echándole de la cárcel. Ya lo intentó el fiscal, en primera instancia, y ahora ha sido la Audiencia. Si desaparecen otras tres niñas, todo el Gobierno tendrá que irse al otro lado de las concertinas y pintarse de negro ala de cuervo, como el pelo de José Bono.

El Cristo del Ministerio del Interior se estira en su cruz como un atleta en las paralelas, leyendo un folleto que previene contra los agresores sexuales, mientras escucha a Pepón, el alcalde rojelio, que dice que las concertinas pinchan más que las sevillanas de Lenin.

-El asesino de Anabel Segura en la puerta de la prisión era como un náufrago agarrado al carrito del supermercado –dice don Camilo–. Parece el Pascual Duarte que se perdió en la isla. Valentín Tejero, Tejero el malo, asesino de la niña Olga Sangrador, era como el mismo Robinson Crusoe, melena y guedejas, suciedad y barba. La idea es que era un disfraz para pasar desapercibido, luego en casa darse un afeitado y salir de extranjis a ver el ludribio que se ofrece.
-En la sociedad proletaria estos ciudadanos estarían encerrados para siempre. Son restos del vicio capitalista –dice Pepón–, exhibiendo un tatuaje que nadie sabe por qué dice: "¡Biba el médico Llamazares!".
-Más o menos como la Bestia de Zhitomir o Anatoli Onoprienko, proclama Don Camilo con una ventosidad de falso decano de Jurídicas villano como pedo de lobo.

El Cristo pone paz llamando al ministro del desorden que aprovecha la bronca entre contrarios para evitarse el marrón del tirón de orejas por abandonar los corderos a su suerte.

-Jorge, ¿cómo te has opuesto a soltar a los asesinos?
-Han sido los de Estrasburgo, yo bien quisiera…
-Pero cuando quieres, bien que te esmeras en interpretar las leyes. Mira esa que acabas de emitir para evitar disgustos a los políticos…
-Señor, es para sujetar a los violentos.
-No hay más violento, Jorge, que el que abusa del poder.
-¡Córcholis, qué bonito, Jesús!
-Prepárate para correr en socorro de tus hermanos.
-¿Tú crees, Jesús?
-¡Estáis tentando al demonio!
-¡Líbranos, Señor!
-Sin embargo, todo esto es una imprudencia por acumulación. Es como si le abriéramos las puertas del cielo a réprobos y blasfemos. Incluso aunque estén arrepentidos, no pueden ignorar la provocación. Habéis dado muchas facilidades para que se animen y ahora será difícil calmarlos. ¡Ojalá alguien tenga un plan secreto para salir del caos, porque si no me veo acosado por el Innombrable!
-Yo confío en el jefe de policía, don Ignacio Cosidó, que siempre está al loro –remata don Camilo.
-¿Y tú, Jorge, hijo mío?
-Yo voy a ir a misa de gallo y pienso pedir la comunión.

Comunión de ingenuos y liberación de asesinos.

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