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Francisco Pérez Abellán

El vicio español

Vaya, resulta que el vicio español no es la envidia sino el magnicidio.

Vaya, resulta que el vicio español no es la envidia sino el magnicidio. Acaba de salir mi libro El vicio español del magnicidio (Planeta), resultado de una larga investigación que comenzó con el esclarecimiento del asesinato de Prim y que termina con la conclusión de que los palurdos de ETA no mataron a Carrero Blanco, sino que fueron los chicos de los recados de los auténticos asesinos. Los magnicidios no fueron cosa de anarquistas ni de banda terrorista alguna, como nos han contado. En todos los casos fueron llevados a cabo por asesinos a sueldo a los que se magnificó y convirtió en héroes con pies de barro, hasta que ahora las evidencias los reducen a la condición de mercenarios. Es decir, nos han mentido y casi se salen con la suya.

Mi investigación descubre con alarma cómo en la historia de España se ha utilizado el asesinato como arma política de primera magnitud, siendo la mentira la segunda más poderosa, aunque en el magnicidio las dos caminan juntas. En los cinco magnicidios ocurridos en un siglo, de los trabucazos de 1870 en la calle del Turco a la voladura del presidente del Gobierno de 1973 en Claudio Coello, se demuestra que los unos son hijos de los otros, los mismos personajes dan continuidad al drama. Se ve cómo aparecen en claroscuro Sagasta, Romanones, Segismundo Moret, Fernando Cos-Gayón, Bugallal, Ruiz Zorrilla, Barroso Castillo, Carlos Arias Navarro… y otros desplazados de la hornacina en que se guardaban y son puestos en tela de juicio, así como el enigma de los regicidios frustrados de Alfonso XIII y el cumplimiento del ritual en el que se observa la sorprendente ineficacia de las fuerzas investigadoras, la increíble desaparición de piezas de convicción y la falta de curiosidad científica que ha permitido que la desinformación sobre los crímenes que marcaron nuestro destino haya llegado hasta nuestros días. Y lo peor de todo: se demuestra cómo la política tuerce una y otra vez el brazo de la justicia.

Entre los criminales se señala a Morral y Pardina como suicidas, cuando fueron a su vez asesinados, según pruebas irrefutables. Romanones pasa por ser el más rico de los políticos y sólo en mi libro nos enteramos de por qué era tan rico. El asesino de Cánovas, Angiolillo, se confiesa socialista y no tiene ninguna ligazón con el anarquismo, cosa que también niegan los más próximos a Morral, empezando por la mujer de la que supuestamente estaba enamorado. La Policía nunca llega a saber el verdadero nombre del asesino de Canalejas: Manuel Pardina Sarrato, otro falso anarquista, natural de El Grado (Huesca). Lo mismo pasa con los asesinos de Eduardo Dato; Casanellas se descubre como comunista y se fuga a la Rusia de Trostky, donde se pone nombre ruso y allí lo encuentra el agudo Chaves Nogales, que pone en duda que nunca fuera anarquista; Nicolau es señalado como masón, y el jefe, Pedro Mateu, se retrata diciendo que es feliz por haber cumplido el sueño burgués de toda la vida: tener sueldo fijo, una mujer hacendosa, ahorros y un coche Dauphine. ¡Vaya anarquista!

Los etarras de la coartada revolucionaria de los verdaderos asesinos de Carrero Blanco observan una conducta impune en el supuesto Estado policial que dicen combatir. Recién declarada la lucha armada se presentan en Madrid con una pinta más del campo que las amapolas: de catetos vascos, con cara de vascos, acento vasco y hasta boina vasca. Se van de txikitos por los bares y se olvidan más de una vez las pistolas en una bolsa encima de una silla. Pululan por los alrededores del lugar donde teóricamente están haciendo una mina, sin ser ingenieros de minas, con total desenfado, pese a que el portero de la casa en la que excavan, según ellos, era policía armada. Sin temor a hacer extraños e insoportables ruidos y expandir el mal olor constante a gas y tierra húmeda propio de un túnel como el que se hizo. Son los títeres cabeza de turco: no tienen ningún miedo a la temible policía político-social del franquismo. Ellos saben por qué.

Respecto a los motivos, nada más falso que lo que nos han contado: nada de venganzas anarquistas ni libertadores del pueblo. Estos son los auténticos: a Prim lo matan para cambiar de rey, a Cánovas por estar evitando la guerra de Cuba contra los Estados Unidos, a Canalejas por su política de reformas sociales y haber dictado la ley que no permitirá más que los hijos de los ricos se libren de ir a la guerra pagando un canon. ¡Ay los negocios de la guerra!

A Dato lo matan también por su política social. Es el primero que defiende el trabajo de las mujeres, el que prohíbe que trabajen los niños de diez años y funda el Instituto Nacional de Previsión para evitar el abandono de los trabajadores en su jubilación, aunque otro de los grandes motivos fue por declararse neutral desde la guerra de 1914. Romanones le había advertido en uno de sus periódicos: "Hay neutralidades que matan". Y le matan. Cuánto vicio.

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