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“ADVERTENCIAS” DE SERVICIO PÚBLICO

El Estado y el poder de matar

La presión publicitaria/propagandística contra el hábito del tabaco, iniciada bajo el argumento de la persuasión, adquiere ahora maneras de extrema disuasión con el anuncio “Fumar puede matar”.

A partir del día 30 de septiembre, esta fulminante leyenda de rima consonante deberá aparecer, junto a otras no menos categóricas, en las cajetillas de cigarrillos que se expendan en territorio español, siguiendo así las directrices comunitarias que vigilan los usos y costumbres de los ciudadanos europeos. Sin valorar ahora en extenso la legitimidad y márgenes de las atribuciones asumidas por las autoridades de la Unión, ni el distinto rigor de su vigilancia según se trate del control del déficit público y el equilibrio presupuestario de los países miembros o de las conductas particulares de los individuos que la habitan, sí creo oportuno reflexionar sobre la facultad de poder de los Estados, y las instituciones supraestatales, no sólo tocante a lo que hacemos y nos pasa (la vida, según Ortega) sino incluso sobre lo que puede llegar a pasarnos (una contingencia y un enigma, para casi todos).

Es la imprecisa extensión de la esfera de competencia de las políticas de previsión en relación al comportamiento de las personas lo que provoca una razonable reserva. La campaña de información e intervención organizada por las autoridades sanitarias acerca de los riesgos demostrados que comporta el consumo de ciertas drogas —y del tabaco, en particular— no es nueva ni en sí misma censurable. Pero la intromisión de la “salud pública” (o lo que quiera darse a entender con esa etiqueta) en las preferencias de los sujetos particulares sólo será aceptable bajo ciertas condiciones: 1) que las acciones se dirijan principalmente a los menores de edad; 2) que, establecido lo primero, se centren más en los efectos nocivos o molestos sobre los demás, los “pacientes”, que el que tenga sobre los propios “agentes”; y 3) que estén orientadas por nociones de veracidad, mesura y sentido común. De esta forma se dificultaría la tentación de caer en flagrantes abusos, como universalizar la precaución (incluso a mayores, con o sin reparos) y dramatizarla hasta el disparate, así como el peligro de crear alarma social y angustia en el consumidor, mientras se garantiza la información.

La práctica y fomento del pluralismo y la tolerancia no deben de confundirse con el multiculturalismo y el relativismo. Ni todo vale ni cualquier cosa tiene el mismo valor; son la experiencia universal y la racionalidad las que nos instruyen en el establecimiento de los principios prácticos. Que el tabaco o la heroína son menos saludables que la manzanilla o la soja es aserto que, ponderando sensatamente sus condiciones de uso y dosis, sólo un cínico o un narcotraficante pondrían seriamente en duda. Pero el asunto cambia de tono cuando se desorbita el juicio y la advertencia adquiere carácter de estrépito bajo la apariencia de servicio público.

Todo empezó con un mensaje informativo: “Fumar perjudica seriamente la salud”. A continuación aparecieron las consignas de segunda generación: “Dejar de fumar reduce el riesgo de enfermedades mortales de corazón y pulmón” o “Ayuda para dejar de fumar: consulte a su médico o farmacéutico”. Pero hacer imprimir en el envoltorio de cigarrillos que “Fumar obstruye las arterias y provoca cardiopatías y accidentes cerebrovasculares” o que “Fumar produce cáncer”, supone dar un paso más allá e incrementar una coerción que tal vez reduzca el número de fumadores, pero a costa de que los restantes vean con alarma cómo se acelera su ritmo cardiaco y crece la sombra del pánico. No nos hallamos entonces ante una nota informativa o una recomendación sino ante sentencias aventuradas, no exentas de un cierto aire impertinente, de amonestación, o incluso de mal agüero, por no hablar de una gratuita especulación. Y ahora resulta que “Fumar puede matar”.

Las autoridades tienen el derecho, y también el deber, de advertir a la población sobre riesgos reales pero no sobre conjeturas y probabilidades. Una sociedad moderna y liberal no es incompatible con las tareas de vigilar y castigar. Desde este punto de vista, la seguridad compartida se considera tan necesaria como la libertad individual, pero no al precio de que aquélla someta a ésta. Asimismo, sólo se castiga al criminal porque en efecto ha matado, no porque pueda matar. Y aquí se halla el núcleo del problema, en ese amenazador “puede” que reúne en un horizonte inquietante al Leviatán y al Minority Report. (El que los antiliberales desde el 11-S hagan cruel demagogia con el binomio libertad/seguridad a fin de tergiversarlo según sus oportunistas propósitos liberticidas no deja de ser un feo asunto que es preciso desmontar y anular; pero no ahora).

J. S. Mill ya se ocupó en el ensayo Sobre la libertad de avisarnos contra los excesos de la prevención: “cuando se trata de un daño posible, pero no seguro, nadie más que la persona interesada puede juzgar la suficiencia de los motivos que pueden impulsarle a correr el riesgo”. Que agentes de tráfico impidan el tránsito por un puente a punto de desplomarse no comporta una violación del derecho al libre movimiento de personas; lo será si la prohibición emana de una simple sospecha o intuición. La licitud de restringir una práctica excéntrica peligrosa para la comunidad, dependerá de su grado de peligrosidad, no de la excentricidad misma. Pero sobre el particular gusto y placer, debe dejarse libre el parecer y hacer.

Publicitar que “Fumar puede matar” es engañoso y aun ofensivo, porque intimida y criminaliza, por activa y por pasiva. Convierte un hábito personalmente dañino y socialmente molesto en un objeto de condenación y maldición. En este plan, diríase que el Estado también puede matar, y de hecho lo hace: a garrote vil, a disgustos e impuestos. Pero, más que nada, de miedo y desazón.

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