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LAS GUERRAS DE TODA LA VIDA

El factor nacional

Escribía Eugenio D'Ors de Picasso en su libro Pablo Picasso en tres revisiones: "No es un pintor español".


	Escribía Eugenio D'Ors de Picasso en su libro Pablo Picasso en tres revisiones: "No es un pintor español".

Decía más don Eugenio; esto:

Esta necesidad de particularizar en el espacio —se ha hablado no ya de "pintor español", sino inclusive de "pintor andaluz"— es más ridícula todavía que la de confinar a Picasso en el tiempo, como pintor "a la moda" o como pintor "de vanguardia"... No cesaremos nunca de combatir esa manera geográfica de comprender la crítica, residuo, mitad y mitad, de las absurdas teorías sociológicas a lo Taine y de los tendenciosos nacionalismos políticos con sus propinas, además, de complicidad permanente en la frivolidad turística y en la indolencia gacetera.

La manera geográfica de ejercer la crítica está, sin embargo, más ligada a la podredumbre nacionalista de lo que D'Ors sostenía, a pesar de haber vivido lo peor del nacionalismo catalán (el texto citado corresponde a 1936) y estar viviendo (en 1946, cuando aparece la edición definitiva del libro) lo peor del nacionalcatolicismo, en pleno auge y con su apoyo. Pero no es éste el sitio para reprocharle a D'Ors su adhesión al Régimen, reproche que, hoy por hoy, no me considero autorizado a hacer (creo que nadie tiene ese derecho, a la luz de la historia de la República).

He empezado a escribir esta columna deteniendo la lectura de D'Ors porque ese párrafo, bueno para Picasso, lo es para cualquiera. No existen los artistas andaluces ni alemanes, aunque algunos sean muy andaluces o muy alemanes. Sólo existen los artistas. Y no existen los escoceses ni los catalanes, por mucho que buena parte de ellos se lo crea: sólo existen los hombres. Definir a alguien por su supuesta identidad colectiva es reducirlo a su mínima expresión. Es cierto que la gente elige ser definida o, al menos, descrita así: como extremeño, hincha del Atleti o fan de Mecano, y no en función de su personalidad real o de sus méritos intelectuales, físicos o espirituales. Y es que es más fácil ser de un sitio o tener preferencias que no hace falta explicar, que desarrollarse o acumular méritos, de cualquier índole.

Yo he padecido toda mi vida a causa de mis identidades colectivas. No es nada sencillo tener dos patrias: no se está jamás a salvo de los patriotas. En mi caso, se trata de ser español para los argentinos y de ser argentino para los españoles. Lo cual podría ser estupendo en caso de respeto mutuo, pero resulta horrible en caso de mutuos recelos y desprecios, si no odios abiertos.

Hace muchos años escribí sobre esto, y no me resisto a traer un largo fragmento:

Yo pienso que uno tiene con la propia nación un vínculo, cuando menos, parecido al que tiene con su pareja. Y del mismo modo en que un amigo puede ser feliz al regalarnos cosas que estén al servicio de la evocación de nuestras preferencias al sabernos enamorados, cosas como una libreta en la que apuntar minucias que únicamente nos parecen valiosas a nosotros, o un retrato de la bella en un marco maravilloso, o la servilleta que ella usó la noche en que la conocimos, cenando justamente en casa del amigo, lo que le hace a él también partícipe de un fausto acontecimiento, de ese mismo modo, alguien que quiere demostrarnos proximidad, ternura o devoción, puede regalarnos cosas que estén al servicio de la evocación del país o de la ciudad en la que nacimos, a la que representamos y que nos representa. Para el caso, un disco de tango o una fotografía olvidada de alguna figura local, un actor, o un líder político, o cualquier otra clase de mito. Sucede, sin embargo, que en ocasiones el amor, ya no sólo el enamoramiento, sino el amor, termina. El enamorado deja de estarlo, se separa o, si ha llegado a casarse, se divorcia, quita de los lugares visibles las fotografías de ella, que ya no son las de su deseo, las quema, las arroja a la basura o, por respeto a un pasado que mucho tuvo de bueno, si la memoria del desamor le permite recordarlo, las guarda en un sobre, en el fondo de un cajón que no volverá a abrir durante años. Y los amigos dejan de presentar sus ofrendas, dejan de nombrarla, o acaban por ser amigos de ella y dejan de serlo de él, por el motivo que sea: porque lo preferían cuando ella era la forma de su amor y de su deseo, o porque no pueden evitar que ella sea la representación de su amor o de su deseo, o de su envidia, de su querer ser otros, unos otros amados y deseados por ella. Quiero decir que en las relaciones individuales, en el amor y en la amistad, cabe un final y hasta tiene sentido el olvido. Pero eso es imposible en lo que toca a las relaciones con la llamada patria, que no es necesariamente la tierra de los padres de cada uno: ni necesaria, ni habitual, ni mayoritariamente, habida cuenta de que la historia de la humanidad es una historia de perpetuas, enormes migraciones, y que los antepasados, haya nacido uno donde haya nacido, proceden casi siempre de espacios remotos, por no abundar en la posibilidad, nada incierta, por otra parte, de que todos tengamos una madre común, a la que los antropólogos y etnólogos y demás gente ocupada en perseguir ese aspecto del pasado llaman Lucy, hembra primitiva y primigenia dormida bajo la tierra del África profunda. De hecho, la Argentina no es la tierra de mi padre, nacido en Galicia, donde el asentamiento familiar precedente, hasta donde he sido capaz de rastrear, es anterior a la entrada de Pepe Bonaparte en Madrid. Y tampoco es la tierra de mi madre, mi matria, digamos, en sentido estricto, porque si bien ella nació en Buenos Aires, la historia de su estirpe remite igualmente a Galicia, de donde salieron mis abuelos, sus padres, después de un asentamiento comprobable aún más prolongado que el de mis antecesores paternos. Sin embargo, la Argentina, y América toda, de polo a polo, fue construida a partir de rupturas con diversos pasados, más o menos voluntarias en los europeos, violentamente impuesta en los africanos, es decir, América fue construida del mismo modo en que se construyó Europa, por adición de sucesivas capas de extranjeros, aun cuando la llegada y el establecimiento en masa de pueblos distantes en nuevos territorios se realizara en cada sitio a costa de una grave alteración de la existencia de los nativos del lugar, que también hubo siempre: los que habían llegado antes, una, dos o cincuenta generaciones antes. Imagino que esos movimientos de gente de un rincón del mundo a otro, y sobre todo después del descubrimiento de América, haya tenido su origen en una gradual imposición del derecho de suelo sobre el derecho de sangre, hasta el punto de que cada hombre hereda, junto con el sitio de su nacimiento y una forma dada de hablar su idioma y un gentilicio, un pasado de grupo que no siempre, y quizá correspondiera mejor decir que rara vez, le pertenece como individuo. Y es ese pasado de grupo, con todo su acarreo simbólico, con toda su iconografía, un pasado de grupo habitualmente inventado a capricho de los creadores de los Estados, pero que da lugar a una determinada imagen, lo que los demás, los de afuera, asocian con cada uno de nosotros, adjudicándole un papel relevante en la composición de nuestras identidades particulares. Y, si bien es cierto que una porción del alma se conforma en el intercambio con el propio grupo, es infame, y no por infame menos frecuente, reducir un individuo a los caracteres tópicamente atribuidos a su colectivo nacional, entre los que se cuentan desde la avaricia y la tacañería judías, escocesas o catalanas, hasta el sentido del ritmo que anida en la sangre de los negros, desde la habilidad comercial de los griegos hasta la soberbia de los argentinos. Y uno puede divorciarse de una mujer, alejar su propia imagen de la de ella, pero no puede divorciarse de su nación.

Y no importa lo que digan la leyes, y los papeles en los que se asienta su teórico cumplimiento, a propósito de derechos, de aceptación del pasado por los poderes públicos o de nacionalidades derivadas de la sangre: es la lengua, la forma de hablarla, lo que determina la primera imagen, a un tiempo primera y definitiva, que uno proyecta hacia los demás. O que los demás se hacen, o elaboran, o desempolvan, sacándola del desván para su empleo inmediato, ante el reclamo del habla.

Porque lo que realmente ocurre cuando hablo, esto lo he visto y lo he vivido hasta el cansancio, como una pesadilla recurrente, es que las palabras, buenos días, por ejemplo, no proporcionan información por sí mismas, sino que hacen las veces de llave: la llave que abre el viejo cajón del archivo en el que se han almacenado, en desorden, sin jerarquía ninguna, todas las informaciones que el que nos oye ha ido guardando a lo largo de su vida acerca del tema en cuestión, el ámbito del que procede el que ha hablado, informaciones escasas y vagas sobre supuestas características morales, preferencias estéticas y acontecimientos históricos o deportivos de ese país. Mi saludo, buenos días, dos palabras, pronunciadas por mí en España, abren primero el cajón grande, el de América Latina, o Hispanoamérica, o Sudamérica, según, y, ya porque hay costumbre, en segundo lugar, el de Argentina, que no la Argentina. El oyente, en un proceso rápido, tan rápido que ni siquiera es experimentado como proceso, recibe, asocia y atribuye sus tópicos. Digo buenos días y saltan a su cabeza, sin acomodo ni concierto, en el mejor de los casos, Perón, Gardel, Evita, sobre todo Evita, tango, fútbol, Maradona, Valdano, psicoanálisis, odontología, o psicoanalistas, dentistas, desde que en el mundo se tiene la impresión de que esas dos profesiones son las únicas que ejercen los argentinos con profesión. Y después de eso, sólo después de eso, en el mejor de los mejores casos, aparece el tío o el primo o el pariente lejano que alguna vez se marchó para no volver y que vive en Buenos Aires, en la calle Ensenada, "¿conoce?", o en Córdoba, creo, me parece, "¿conoce?". El familiar. Que una vez se marchó porque aquí la situación era muy mala, "¿sabe?", se pasaba mucha necesidad, "¿sabe?". O bien: que se marchó al terminar la guerra. Porque la palabra exilio es una palabra que sólo emplean los exiliados y los especialistas. Y de nada vale que digas que sí, que sabes, que conoces perfectamente la situación muy mala, porque tu padre también se marchó porque se pasaba mucha necesidad, o porque al terminar la guerra no le quedaba otra que largarse o ser fusilado. La experiencia de tu padre, de mi padre, no sirven, porque son experiencias de allá y no tienen tanta fuerza, tanta vigencia, como las experiencias de aquí, las propias, aunque no sean del todo propias, porque pertenecen a la historia del tío o el primo o el pariente lejano, del que quizá, sospechas, tu interlocutor ni siquiera recuerde con precisión el nombre, "porque la que lo tiene todo en la cabeza es mi madre, ¿sabe?". Hay también quien se aventura algo más allá y pregunta si tu padre, español al fin y al cabo, volvió a España, dejó sus huesos en este lado. Primera respuesta posible: no volvió, murió allá. A lo que el otro reacciona con una lamentación por lo mucho de bueno que se perdió tu padre al no volver, sin que en ello cuente el que tu padre haya muerto en el cincuenta, en el sesenta o ayer mismo, en la posguerra en que se pasaba mucha necesidad y se fusilaba por si acaso o el día anterior al de la inauguración de la Expo de Sevilla; o reacciona, con pretensión de consuelo, alegando que bueno, si no volvió, tal vez fuese porque ya era argentino: porque el que alguna vez se marchó de España pudo haber llegado a ser argentino, pero el proceso inverso es imposible: tú no podrás jamás llegar a ser español. Y al alma bienaventurada, singular, especial y generosa por la que cruza la idea de esa probabilidad y llega a decirte: "Bueno, es que usted, después de tantos años aquí, ya es español", a esa alma no puedes tú responderle diciendo que lo has sido siempre, porque así lo dice la ley, que eres un español nacido en Buenos Aires por la emigración de tu padre, económica o política, lo mismo da, del mismo modo en que el rey Juan Carlos es un español nacido en Roma por el exilio de su abuelo y de su padre. Y ni sueñes con añadir que, si de tiempo se trata, eres más español que él, que es muy joven, porque llevas en España más años. O que, si de participación se trata, eres más español que él, que no tiene muy claro quién era Franco, porque la Guerra Civil, el único hecho mítico de dos largos siglos de oscuridad, está para ti viva y, por lo tanto, tienes más pasado español que él, y más presente español que él. Sería peor: ofensivo, escandaloso. Tengo un amigo, cuyo nombre no importa porque nada tiene que ver con lo que usted le interesa, que estudió historia. Me refiero a la carrera, la licenciatura en historia. Argentino, mi amigo. Estudió en Barcelona. Historia de la Edad Media. Dio todos sus exámenes y preparó y presentó una tesis de licenciatura, una tesina, sobre un tema de su especialidad. Muy brillante, sólida, bien estructurada, bien escrita. Y la leyó, como es debido, ante un tribunal, también brillante y sólido, compuesto por dos excelentes profesores y un tercero aún más excelente, por ser un intelectual de gran producción extrauniversitaria, un intelectual de izquierdas, por cierto, sumamente respetado, y por ser este excelentísimo profesor quien era fue el que tomó la palabra, una vez otorgado por unanimidad el sobresaliente, para hacer el elogio del trabajo de mi amigo. Y lo hizo, y lo cerró con un bordado, diciendo que lo que más le admiraba de todo aquello era que se hubiese convertido en medievalista, y con tan buenos resultados, un hombre nacido en un país que no había tenido Edad Media. No se quedó sin respuesta. Mi amigo recordó una conferencia de Borges, editada, en la que el escritor había afirmado que la tradición literaria argentina era toda la tradición literaria de Occidente, expuso las condiciones del exilio de don Claudio Sánchez Albornoz, presidente de la República, y la creación por él en Buenos Aires de una gran escuela de estudios medievales, y cerró agregando que, no obstante, si la Argentina no había tenido Edad Media cuando correspondía, la estaba teniendo en aquel momento, el de la dictadura, cuando discípulos del maestro español emprendían, como él en su día, el camino del destierro. Sin más comentarios.

¡Ay, Picasso, pintor andaluz! ¡Con lo poco que paró por ahí! ¡Si hasta he tenido que discutir a un crítico barcelonés la pretensión de hacerlo catalán! Y es francés para los franceses, en ese estilo suyo de pintor francés nacido en España con que se adueñan de casi todos los que han vivido con gloria en París: prefiero ese estilo, desde luego.

¡Y pobres los que dependan de una identidad colectiva, que para ser tengan que ser de un pueblo, una región, un club, una nación, una tribu!

 

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