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ECONOMÍA

Lunas y vacas o por qué los economistas no entienden el dinero

Por desgracia, la mayoría de los economistas de nuestro tiempo no sabe qué es el dinero ni, lo más importante, para qué sirve. El pensamiento económico está dominado por bárbaros inflacionistas –como los keynesianos o los monetaristas–, que consideran que el dinero es la causa de todos los males, o por hippies primitivistas –como los walrasianos–, que simplemente reputan al dinero como irrelevante.


	Por desgracia, la mayoría de los economistas de nuestro tiempo no sabe qué es el dinero ni, lo más importante, para qué sirve. El pensamiento económico está dominado por bárbaros inflacionistas –como los keynesianos o los monetaristas–, que consideran que el dinero es la causa de todos los males, o por hippies primitivistas –como los walrasianos–, que simplemente reputan al dinero como irrelevante.

La consecuencia natural es que asistimos a unas peleas de sordos de las que suelen salir victoriosos los inflacionistas: dado que es simplemente insostenible que el dinero no desempeñe papel alguno en la economía, ¿qué alternativa teórica nos queda? Pues la bárbara, la que dice que el dinero es el origen de todos los males.

Veamos dos ejemplos. Keynes, que como sabemos dio nuevo brillo a todas las malas teorías económicas que se le pusieron por delante, decía que la demanda de dinero era como querer coger la luna con las manos. Dado que el dinero no puede producirse con facilidad, si todos los agentes económicos lo desearan a un tiempo, la demanda agregada del resto de bienes y servicios se hundiría y el desempleo crecería:

El paro existe porque la gente trata de coger la luna con las manos. Los hombres no pueden estar empleados en su totalidad cuando el objeto de todos sus deseos –el dinero– no puede producirse como los demás bienes y la demanda del mismo no se puede cortar por lo sano.

A Keynes, claro, no se le ocurrió que el dinero sí puede producirse: para algo existen las minas de oro. Tampoco se le ocurrió que las letras de cambio o los pasivos bancarios (nuestras cuentas corrientes) actúan como sustitutos del dinero, y que si la gente quiere más dinero, los empresarios y los bancos no tienen más que crearlo. Todo su mundo monetario se reducía al metal amarillo, que tanto vilipendiaba: si la gente quiere más oro, sea por lo que sea, nos vamos todos al hoyo.

Esta semana, otro conocido economista, el canadiense Nick Rowe, nos ha ofrecido otra metáfora de esas que terminan convirtiéndose en hombres de paja. Nos dice Rowe que si las vacas fueran dinero, un aumento de la demanda de leche generaría una crisis: si todos consumiéramos más vacas, éstas ya no se utilizarían para comprar bienes y servicios, de manera que algunos sectores se quedarán sin demanda y despedirían a sus trabajadores. Del mismo modo, si los dólares son dinero, un incremento de la demanda de billetes verdes (un aumento de su atesoramiento) causaría una recesión como la que estamos viviendo. ¿La solución de Rowe? Pues penalizar la tenencia de dólares, forzarnos a que todos los gastemos, sea como sea y en lo que sea. Una idea, por cierto, que no es nueva: recuerden las tómbolas monetarias.

A Rowe, claro, no se le ha ocurrido pensar que la demanda de ahorro no puede por sí misma causar una recesión, ya que una de las formas más populares de ahorrar es invertir: en acciones, depósitos bancarios, inmuebles, empresas de nueva creación... Cuando la gente ahorra e invierte, genera al mismo tiempo las rentas que los trabajadores demandan para consumir (al fin y al cabo, para algo quieren trabajar 40 horas a la semana, ¿no?). Por tanto, no, el ahorro, cuando se invierte, no causa las recesiones, al contrario, nos vuelve más ricos. Pero ¿qué sucede si el ahorro no se invierte? Si no gastamos nuestra renta, sino que dejamos el dinero debajo del colchón, ¿acaso no estaremos contribuyendo a que se contraiga la demanda agregada?

Volvemos así a la típica superchería keynesiana: si todos queremos coger la luna, perdemos el tiempo y nos estrellamos. Paul Krugman ha vuelto a santificar esta interpretación hace unos días: el problema de nuestras economías no es que deban reajustar su estructura productiva, sino que la demanda agregada se está hundiendo. ¿La prueba? Si asistiéramos a una reorganización de nuestro aparato empresarial, el desempleo aumentaría en unos sectores, pero se reduciría en otros. Sin embargo, lo que está sucediendo es que el empleo se destruye y cada vez hay menos ofertas de trabajo. Vamos, que la gente –y los bancos– se guarda el dinero y ni lo gasta ni lo presta.

Siempre he dicho que el problema de los keynesianos (y de sus mellizos, los monetaristas) es que observan una parte de la realidad, se obsesionan con ella y luego se olvidan de lo demás, o lo tergiversan. Es cierto, sí, que la demanda agregada está cayendo, y que, en contrapartida, está aumentando la demanda de dinero. No hace falta ser un lince para darse cuenta: la gente está dejando de gastar y se está dedicando a amortizar deuda o, sobre todo, a guardarse el dinero, a la espera de tiempos mejores. ¿Significa eso que las cosas irían mejor si la gente, en lugar de volverse más prudente en sus gastos, diera rienda suelta al despilfarro y se fundiera todo su dinero? Decididamente, no.

Salvo para los muy cortos de miras, resulta evidente que nuestras economías tienen problemas productivos muy graves. Los métodos de producción de 2007 simplemente no eran sostenibles en el tiempo: por un lado teníamos sectores hipertrofiados, como el de la construcción, que producía millones de viviendas a unos costes que nadie quería; por otro, padecíamos una insuficiencia alarmante de ciertos factores productivos, como las materias primas, cuyos precios se elevaron a niveles estratosféricos. En otras palabras, a diferencia de lo que piensan los keynesianos, en 2007 no teníamos un problema de exceso de producción agregada, sino de mala producción agregada: la composición de nuestros bienes y servicios no era la adecuada, así que tocaba reestructurarla (producir menos viviendas y más materias primas).

Quienes, como Keynes, Rowe, Krugman o Friedman, creen que la recesión es un problema esencialmente monetario, deberían considerar que España podía seguir fabricando 800.000 viviendas al año merced a un déficit exterior del 10% de su PIB (esto es, a costa de seguir endeudándonos para seguir produciendo inmuebles que nadie compraba), o bien que los reajustes empresariales son algo sencillo, flexible y automático (como hilillos de plastilina muy maleables).

Supongo que todos somos conscientes de que cualquiera de las dos hipótesis es un disparate, de modo que la única explicación seria que nos queda es que –lo siento para todos aquellos que disfrutan con el sarao de la orgía crediticia de los bancos centrales– las economías tenían que readaptarse tras años de malas inversiones continuas. Pero entonces, ¿por qué los empresarios atesoran dinero? ¿Por qué los nuevos sectores no desplazan de inmediato a los viejos y absorben todos los recursos ociosos?

Pues porque, como decía, la estructura de bienes de capital de una economía es muy inflexible y rígida. Los reajustes toman su tiempo, en la medida en que los empresarios no son conscientes de buenas a primeras de los cambios que se producen en los distintos sectores en términos de rentabilidad (cuáles han dejado de ser rentables y cuáles han empezado a serlo). Para empezar, la oferta de materias primas tiene que aumentar: con el barril de crudo a 100 ó 150 dólares, pocos son los proyectos rentables (excepción hecha, claro, del de producir crudo); pero no es tan fácil hacerlo a corto y medio plazo (algo ha dicho Jim Rogers sobre este costoso proceso). Si los precios de las materias primas no estallan en cuanto remonta la demanda, otros negocios comenzarán a ser rentables; y los empresarios más avispados se darán cuenta y los acometerán.

Pero ya digo, toda esta recomposición de los patrones de conducta empresarial es dilatada. Arnold Kling incluso ha acuñado un término bastante acertado; él habla del recálculo, esto es, el período durante el cual los agentes económicos rehacen sus planes y buscan nuevos nichos de mercado. ¿Y cuál es la respuesta óptima de los empresarios mientras recalculan? ¡El atesoramiento de dinero! Es decir, se dotan de unas reservas de poder adquisitivo para echar mano de ellas cuando llegue de nuevo el momento de invertir. Lo contrario sería tanto como perder cualquier capacidad de modificar a tiempo sus proyectos empresariales y perpetuar la economía esclerótica y ladrillizada de 2007.

La demanda de dinero es una consecuencia y no una causa de la crisis. Los agentes económicos no se han vuelto súbitamente locos al aumentar sus atesoramientos, tan sólo están haciendo lo que la economía necesita para que el reajuste sea lo más rápido posible: dejar de gastar en todo lo superfluo para que los factores productivos caigan de precio y surjan nuevas oportunidades de ganancia; y al tiempo que hacen eso crean reservas líquidas de ahorro para poder sufragar y emprender esos nuevos proyectos. Otros quieren lograr lo mismo mediante inflaciones y devaluaciones varias; como siempre, tiran por la calle de en medio y provocan, ora burbujas, ora ralentizaciones en el proceso de ajuste.

La crisis es una desgracia provocada por nuestro intervenido sistema bancario, y el aumento de la demanda de dinero supone la puntilla para numerosas empresas, sí. Pero nuestro empobrecimiento no es de ahora, sino de cuando nos endeudamos masivamente para constituir empresas que producían bienes a precios infladísimos y sin demanda; ahora sólo certificamos nuestra pauperización previa.

El atesoramiento no es la guillotina de nuestra economía, sino el acta que certifica su defunción. Mal haríamos en perseguir los síntomas en lugar de afrontar las verdaderas causas.

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