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COMER BIEN

Un sabroso puente aéreo: de los callos al "cap i pota"

De todos los platos elaborados con esas materias primas que englobamos en el concepto de casquería, serán seguramente los callos la más popular de las preparaciones, la más extendida por prácticamente todas las cocinas de España y la que, pese a las reticencias de no pocos, cuente con más adeptos.

Hay versiones sencillamente espléndidas a lo largo y ancho del mapa de España. Y, como es natural, cada cual defiende los suyos, la especialidad de su tierra. Desde los callos ovetenses del Desarme hasta el menudo andaluz, desde los callos y morro a la vizcaína a los callos con garbanzos de Galicia, desde los callos a la madrileña al 'cap i pota' de Cataluña, el buen aficionado puede perfectamente hacerse una ruta tripicallera de lo más satisfactoria.
 
Hace pocos días tuve la ocasión, que no desperdicié en absoluto, de hacerme algo así como un 'puente aéreo' con este plato como factor común. Quiero decir que estuve en Barcelona y tuve ocasión de saborear varias versiones de 'cap i pota' que, a la vuelta a Madrid, quise contrastar con algunos de los más laureados callos capitalinos.
 
Es evidente que el 'cap i pota' –literalmente, cabeza y pata, como 'cap i cúa' es cabeza y cola– es distinto de los callos a la madrileña, pero yo invitaría a cualquiera a establecer personalmente las más profundas comparaciones: si es amante de los callos, se lo pasará muy bien.
 
'Cap', 'pota'... y, claro, 'tripes'. Una de las cosas que dan su gracia a la especialidad catalana es el añadido de la 'picada', ya saben, uno de los tres elementos básicos de la cocina tradicional catalana, que puede consistir en el resultado de majar en el mortero pan frito, piñones y un poco de ajo. Hay versiones que se apoyan en un sofrito -'sofregit'- y otras que lo hacen en una 'samfaina', que son las otras dos patas del trípode que sostiene esa cocina.
 
Ignoro si en Barcelona pasa como en Madrid, donde es fama que si le das una patada a una piedra sale una ración de callos magníficos; las 'piedras' pateadas en la Ciudad Condal fueron 'Ca L'Isidre', a mediodía; 'Casa Leopoldo', por la noche y, a la mañana siguiente, antes de ir al Prat a tomar el vuelo de regreso, 'Pinocho', en el mercado de la Boquería, en las Ramblas. Tres versiones, y tres motivos de gozo.
 
Yo creo que, como les pasa a los callos a la madrileña, el 'cap i pota' necesita ese toque canalla que le da una dosis sabia de picante; si no, queda un tanto dulzarrón y, a mi juicio, pierde mérito; los callos son plato tabernario, por más que hayan escalado posiciones sociales, y la finalidad de todo tabernero es vender vino, cosa más fácil de hacer si se carga prudentemente la mano en el picante.
 
En Madrid, claro está, los callos son un arte mayor. Hay muchas 'piedras' donde salen unos callos de exposición; entre mis favoritos están los de 'El Landó', en Las Vistillas; los de 'Las cuatro estaciones' y, cómo no, los de la 'Taberna San Mamés', cerca de Cuatro Caminos. Pero hay muchos más dignos de toda consideración y muy respetables.
 
En los callos a la madrileña, discrepo abiertamente de los puristas y soy partidario incondicional de la incorporación de la pata de ternera; sin embargo, evito cuidadosamente la morcilla. Me gusta mucho la morcilla, pero no me gusta que los callos me sepan sólo a morcilla, que es lo que acaba pasando a veces.
 
En el 'cap i pota' no hay cuestión: los elementos que le dan nombre siempre están presentes, junto con los estómagos o callos propiamente dichos. Y, como me ocurre con la versión madrileña, me gusta acompañarlos con un buen vino blanco, a poder ser con algo de madera, por lo menos fermentado en barrica. La opinión mayoritaria tiende a los tintos; pero un gran tinto se ve agredido precisamente por ese punto picante, un punto que a veces se convierte en puntos suspensivos; y si el tinto no es un buen tinto, para qué beberlo.
 
El blanco, en cambio, aporta una acidez muy útil para 'disolver' los elementos gelatinosos de los componentes del plato, así como un frescor muy de agradecer cuando la boca amaga con encenderse a causa del picante. No: estoy con Ángel Muro, y prefiero el blanco.
 
Eso sí: en el viaje descubrí que ya se puede cobrar el aire. En el avión de Iberia que nos llevaba, el botellín de agua sin gas costaba 1,5 euros... pero si lo que se pedía era agua con gas, el precio se iba a 2,5 euros. Van caras las burbujas, y eso que no son más que anhídrido carbónico.
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