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LUCHA CONTRA LA MALARIA

Vuelve el asesino salvavidas

Ahora que los galardonados este año con el Nobel acaparan la atención de los medios, un anuncio de la Organización Mundial de la Salud (OMS) nos hace recordar a alguien que se hizo con el premio hace ya bastantes años: Paul Muller. Cuando este químico sueco fue galardonado con el Nobel de Medicina, en 1948, fue aclamado como "un benefactor de la Humanidad de semejante calibre" que debería tener "la humildad de un santo" para vacunarse contra la vanidad.

Afortunadamente, Muller no era propenso a la arrogancia. Describió su gran descubrimiento como un primer paso hacia el control, "misterioso y al parecer infinito", de las plagas provocadas por los insectos. Había dado por sorpresa –decía, modesto– con una fórmula química "muy útil en la lucha contra enfermedades que afectan al ser humanos".
 
Difícilmente podríamos describirlo con el término "útil". Como comentaba la revista Time, el compuesto químico de Muller "mata a los mosquitos, que transmiten la malaria; a las moscas, que transmiten el cólera; a las garrapatas, que transmiten el tifus; a las pulgas, que transmiten la peste; a los mosquitos de los pantanos, que transmiten el kalaazar y otras enfermedades tropicales". Su descubrimiento –proseguía Time– hizo de los trópicos lugares más habitables, y fue el responsable de que el tifus, un azote mortal asociado durante mucho tiempo a las guerras y las catástrofes, no fuera una amenaza importante durante la Segunda Guerra Mundial.
 
¿El nombre de esta fórmula milagrosa, dice usted? Dicloro-difenil-tricloroetano; el DDT, o sea.
 
Que el DDT sea celebrado como salvavidas puede chocar a todo aquel que creciera durante los años 70 y 80. De hecho, las meras iniciales resultan siniestras. Y es que desde 1962, fecha de publicación de la Primavera silenciosa de Rachel Carson, el DDT ha sido estigmatizado como un terrible envenenador del medio ambiente. Peor el remedio que la enfermedad, pues.
 
Según Carson, el DDT provocaba cáncer y daños congénitos en el ser humano; pero es que, además, no sólo causaba estragos entre los insectos que pretendía aniquilar, también en los pájaros y en otros animales. Se trataba de un veneno cuya concentración aumentaba al pasar a la cadena alimentaria, con lo que contaminaba todo, desde los huevos de las águilas hasta la leche de las madres.
 
Carson relataba aterradoras historias del demoníaco poder del DDT. Una ama de casa que aborrecía las arañas fumigó su bodega con DDT en agosto y septiembre; allá por el mes de octubre, y como consecuencia de una "leucemia aguda", fallecía. Un tipo que tenía su despacho en un edificio antiguo fumigó con DDT para deshacerse de las cucarachas y acabó en el hospital, sangrando a borbotones. También él perdió la vida a causa de la leucemia.
 
Echando un vistazo retrospectivo, tan alarmantes anécdotas parecen poco más que leyendas urbanas. En palabras del inmunólogo Amir Attaran, del Royal Institute of International Affairs, "la literatura científica no contiene un solo estudio revisado y repetido de manera independiente que vincule las exposiciones al DDT con daños a la salud" en seres humanos. No obstante, a pesar de la precariedad de su ciencia, la influencia de Carson fue innegable. La Primavera silenciosa galvanizó el emergente movimiento ecologista y alimentó una creciente histeria a propósito de los pesticidas y otros compuestos químicos.
 
En cuestión de una década, el DDT había sido prohibido en Estados Unidos. Con el tiempo, todas las naciones industrializadas dejaron de utilizarlo. Incluso fue ampliamente suprimido en el Tercer Mundo, debido a las presiones de los gobiernos y los ecologistas occidentales.
 
Los resultados fueron catastróficos. En cuanto se dejó de emplear el arma más eficaz contra los mosquitos y la malaria, la malaria y los mosquitos regresaron. En Sri Lanka, por ejemplo, la fumigación de las casas con DDT había erradicado por completo la malaria: en una década, los 2,8 millones de casos y las 7.300 víctimas mortales pasaron a 17 y 0, respectivamente. Pero los fondos americanos con que se pagaba la campaña de erradicación del mosquito mediante la fumigación con DDT desaparecieron, y la malaria volvió por sus espantosos fueros: hasta medio millón de casos se registraron en 1969.
 
Hoy, el número de casos se cifra en más de 300 millones en todo el mundo. La malaria mata a algo más de un millón de personas cada año –algunas estimaciones hablan de 2,7 millones–; la gran mayoría son niños africanos. "Semejante cifra es difícilmente concebible", ha escrito Attaran, junto a otros colegas. "Para hacerse una idea, imagine siete aviones Boeing 747 llenos de niños y después estréllelos... todos los días".
 
La demonización del DDT, aunque fuera con la mejor de las intenciones, terminó provocando decenas de millones de muertos por malaria. Pocas veces ha operado con más letalidad la ley de las consecuencias no deseadas.
 
Parece que, por fin, la situación podría cambiar. En un viraje histórico, la OMS revertía el mes pasado su prohibición, en vigor desde hace 30 años, y aprobaba el uso del DDT en espacios cerrados para controlar a los mosquitos que transmiten la malaria. (El uso de DDT en cultivos, que Carson había relacionado con el debilitamiento de los huevos de las aves, sigue estando prohibido). La OMS ha recalcado que el DDT no supone ningún riesgo para la salud cuando se aplica en pequeñas dosis en las paredes de las casas, y ha urgido a los ecologistas radicales a abandonar su oposición a un acreditado salvavidas.
 
"Estoy aquí para pedirles que, por favor, ayuden a salvar bebés africanos de la misma manera que ayudan a salvar el medio ambiente", imploraba Arata Kochi, director del programa global sobre la malaria de la OMS. "Los bebés africanos carecen de un movimiento poderoso (...) para defender su bienestar".
 
Sesenta años después de que fuera distinguido con el Nobel, el gran hallazgo de Paul Muller quizá pueda finalmente desplegar todo su potencial y acabar con esa "primavera silenciosa" infinitamente más infernal que nada que pudiera concebir Rachel Carson: la innecesaria muerte de un millón de niños cada año.
 
 
JEFF JACOBY, columnista del Boston Globe.
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