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ABORTO

Confesiones racionales de un "retrógrado"

A la vicepresidenta del Gobierno le falta un interlocutor eclesial para que pueda desahogarse bajo el sigilo del poder, aunque sólo sea el sacramental. No hay mejor estrategia de deslegitimación de la izquierda que dejarles hablar diez minutos seguidos, sin papeles, para que digan lo que piensan. O, en su defecto, llevarles la contraria públicamente, un ejercicio al que no están muy acostumbrados.

A la vicepresidenta del Gobierno le falta un interlocutor eclesial para que pueda desahogarse bajo el sigilo del poder, aunque sólo sea el sacramental. No hay mejor estrategia de deslegitimación de la izquierda que dejarles hablar diez minutos seguidos, sin papeles, para que digan lo que piensan. O, en su defecto, llevarles la contraria públicamente, un ejercicio al que no están muy acostumbrados.

La respuesta de la número dos o bis del gobierno a la ponderada, meditada, argumentada declaración sobre el anteproyecto de "Ley del aborto" de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal no se ha hecho esperar. Ha tardado el tiempo justo para dejar que pasara el intenso fin de semana y que el cardenal Rouco pronunciara su homilía por eso de que, además del silencio oficial sobre el acto, no vaya a ser que alguien hubiera tenido que salir a matizar la historia. Después de que el Gobierno filtrara a la agencia de información oficiosa que no quería polémicas de largo alcance con la Iglesia, por eso de seguir manteniendo una luna de miel en la que cada uno habita con quien considera oportuno, de día y de noche, la Vice se ha lanzado al ruedo, a contentar a sus huestes, y ha dicho eso de que siempre están al acecho los sectores más retrógrados que creen tener la patente de la moral social.

Sin mayor precisión conceptual, ni un más hondo análisis de contenidos, lo que ha dicho y ha querido decir Fernández de la Vega es que los obispos, los católicos, los hombres y mujeres de buena voluntad que se oponen al aborto y al proyecto de ley del Gobierno, son unos vade-retro de turno, cuando es todo lo contrario. Los defensores de la vida son los progresistas de la historia. No hay fenómeno que genere más progreso que la vida y su defensa. Para más vueltas de terca, por no decir de tuerca, a la vicepresidenta le han salido los intelectuales cristianos y socialistas respondones y uno de ellos ha advertido –cómo no, en foro eclesiástico, para sentirse más arropado– que si piensan desde el PSOE que los cristianos que votan a ese partido lo hacen cautivamente, se equivocan.

Vistas las cosas, no nos queda más remedio que hacer una pública confesión de fe de apuesta por la vida, aunque la Vice piense que somos unos pasados de moda. Que sepamos, al menos por la historia del pensamiento, quienes sistemáticamente se han opuesto a la realidad han sido los que han paralizado la historia. La principal argumentación para defender la vida del concebido no nacido es la realidad. Pero para conocer la realidad, para tenerla en cuenta, para apreciarla, para amarla, lo que hay que hacer es llamar a las cosas por su nombre. Si se aprobara la ley propuesta por el Gobierno, nos encontraríamos con una norma jurídica por la que se atribuía a la madre gestante la facultad jurídica de disponer libremente de la vida del hijo que vive en sus entrañas; se le conferiría el derecho subjetivo de poder matarlo por una simple decisión, sin tener que alegar ninguna razón. El contenido de ese derecho sería la libertad de matar al propio hijo; la esencia no estaría lejos de poder exigir que lo mate un profesional. Una norma jurídica que autoriza, o que prescribe, realizar algún mal –en vez de un bien– en la propia persona o en otras o que conculca un derecho humano –como el derecho a la vida– en vez de protegerlo, es una norma invertida. La ley que ha preparado el Gobierno contradice el derecho absoluto a vivir del hijo, dado que pretende establecer el derecho contrario de la libertad absoluta de matar al hijo atribuido a la madre. Desde la lógica más elemental, se podría decir que ambos derechos son contradictorios. Si existe el derecho a matar, es imposible que, al mismo tiempo, exista el derecho a vivir. Y, que sepamos, la Constitución y el Tribunal Constitucional, hasta que no se diga lo contrario, lo tenían claro: apostaban por el derecho a vivir. Claro está que estas lógicas precisiones, que nacen de la simple aplicación de la razón, a la vicepresidenta del Gobierno le parecen retrógradas. Pues viva la razón...

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