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Castilla y León

Iván Vélez

León mi país, Castilla mi cárcel

Castilla, identificada en exclusiva con la acción española en Hispanoamérica, hubo de cargar con muchas de las acusaciones negrolegendarias que hoy mantienen plena vigencia y operatividad en la política diaria.

Castilla, identificada en exclusiva con la acción española en Hispanoamérica, hubo de cargar con muchas de las acusaciones negrolegendarias que hoy mantienen plena vigencia y operatividad en la política diaria.
Iván Vélez

Hace años, en una tapia de la leonesa calle Pendón de Baeza apareció la siguiente frase: "León mi país, Castilla mi cárcel". "Pared blanca, papel de necios", acaso esta frase, con la que Hernán Cortés respondió a los que emborronaron con graves acusaciones las tapias de su residencia en Coyoacán, pudiera servir para zanjar este asunto; sin embargo, las recientes manifestaciones del alcalde de León merecen un tratamiento menos expeditivo que el puesto en práctica por aquel conquistador que hoy concentra las críticas amlianas.

Como es sabido, el primer edil de la ciudad asentada sobre la traza abierta por la Legio VII Gemina, el socialista José Antonio Díez, ha afirmado que "León tiene todo el derecho del mundo, como reino histórico, para tener una comunidad propia". Un León que no quedaría limitado a la provincia así llamada, sino que, desbordando sus actuales límites, incorporaría a las provincias de Zamora y Salamanca, dando lugar a una entidad que resquebrajaría la actual comunidad autónoma de Castilla y León.

Si de justificaciones históricas se trata, no le faltarán argumentos a don José Antonio para mantener unas manifestaciones que regresan sobre un viejo anhelo. Al cabo, el desarrollo estatutario que se apoya en una Constitución que distingue, sin claridad alguna, entre nacionalidades y regiones, ha dado lugar a una amplia variedad de textos en los cuales aparecen fórmulas tales como "comunidad histórica" –empleada en el estatuto de Castilla y León–, "regiones históricas" o "identidades históricas". El sustrato histórico leonés es indiscutible, sin embargo, el curso seguido por este territorio de fluctuantes fronteras se caracterizó por una condición, la imperial, que no suele agradar a los tímpanos socialdemócratas.

En efecto, ya Alfonso III el Magno, impulsor del traslado de la Corte de Oviedo a León, ostentó –Adefonsus totius Hispaniae imperator– el título de emperador. Desde entonces, la ciudad hoy identificada por la efigie del león, que sustituyó a la cruz primigenia, fue la sede de una serie de emperadores que lo fueron, seguimos en este punto a Bueno, no por razones puramente psicologistas, sino porque el imperio en cuya cúspide se situaban suponía un distanciamiento vasallático con respecto a Roma. Una toma de distancia que se abrió con la invención de Santiago y que continuó con el fortalecimiento de un Toledo muy distinto al visigótico. Con León como capital dotada de centralidad, el también magno Fernando I, que accedió al trono gracias a los derechos de su esposa Sancha, mantuvo la única condición imperial hispana y construyó la basílica de San Isidoro no sólo como un relicario, sino como un panteón familiar que supone un lejano precedente del impulsado por Felipe II en El Escorial. Si el Rey Prudente hizo traer los restos de su padre, Carlos, Fernando hizo lo propio con los de su progenitor, el también emperador Sancho III. Fue precisamente en San Isidoro donde, en 1188 se reunieron las primeras Cortes de Europa en las que intervino el pueblo.

En los bordes de aquel León, en la región oriental de Bardulia, una marca de castillos a los que debe su nombre, nació Castilla, cuyo conde Fernán González ya lo fue "por la Gracia de Dios". La pujanza bélica castellana obró la transformación de un condado en una corona cuyo avance no se detuvo siquiera en Granada, sino que continuó en un Nuevo Mundo que se castellanizó al compás de un avance fronterizo similar al desplegado en la península. El protagonismo castellano eclipsó así a León. Sin embargo esta relevancia castellana tuvo su reverso ideológico. Castilla, identificada en exclusiva con la acción española en Hispanoamérica, hubo de cargar con muchas de las acusaciones negrolegendarias que hoy mantienen plena vigencia y operatividad en la política diaria. Al cabo, la intolerante y autoritaria España, prisión de naciones, es el principal obstáculo para el desarrollo de esas, no sabemos cuántas, nacionalidades asentadas sobre la Península Ibérica desde una noche, la de los tiempos, horadada por los focos de la antropología regionalista.

Hechas estas consideraciones, las declaraciones de Díez parecen estar más vinculadas a obras del siglo XX que a crónicas añejas llenas de invocaciones imperiales y religiosas. Las palabras comentadas orbitan alrededor de los argumentos y aspiraciones que formaron parte de la obra de Anselmo Carretero, a quien tanto Maragall como José Luis Rodríguez Zapatero señalaron en su día como inspirador de su particular visión de la estructura de España: la famosa nación de naciones que con tanto ardor como calculada imprecisión defendieron esos prebostes del partido del puño y la rosa. Fue Carretero quien acuñó esa fórmula contradictoria. Fue también don Anselmo autor, junto a su padre, de Las nacionalidades españolas (México 1952); su padre, en El Antiguo Reino de León (País Leonés). Sus raíces históricas, su presente, su porvenir nacional, incluyó los siguientes párrafos:

– El País Leonés ha permanecido en el olvido durante mucho tiempo. Queremos que vuelva a ocupar el lugar que le corresponde en la historia de la nación española.

– Nadie hará por el País Leonés lo que sus hijos no hagan. Esa es una realidad evidente sobre la cual debe asentarse todo proyecto de renacimiento regional. Los leoneses habrán de atenerse en el futuro a su propio esfuerzo y a lo que con él consigan. Como tantas otras cosas en la vida de los pueblos, la autonomía del País Leonés es una cuestión de conciencia y de voluntad colectivas: depende de que los leoneses crean en sí mismos y en su comunidad nacional, y de que quieran el autogobierno de su región histórica, como los gallegos, los asturianos, los vascos, los navarros, los aragoneses, los catalanes, los extremeños, los valencianos, los murcianos, los andaluces, los baleares, y los canarios han querido y obtenido el suyo. Eso es todo.

A la luz de estos fragmentos, no cabe dudar de que Díez es un buen "hijo" del País Leonés encarcelado, según reza el muro, por Castilla. Un hijo dispuesto, al menos intencionalmente, a transitar por un camino ya abierto por su vertiente dialectal, crucial en todo movimiento nacionalista que se precie, pues el divide y vencerás al que responden esas estrategias fragmentarias siempre se apoya en cuestiones lingüísticas que siguen los exitosos, al menos en sus aspectos aislantes y extractivos, modelos catalán y vasco. En ambos casos, especialmente en el segundo, las variedades lingüísticas fueron sacrificadas para construir una lengua nacional. En León, pero también en Aragón o en Asturias, la metodología batúa, a la que se acoge el leonés o llionés, está al servicio de una regularización, también llamada normalización, de la que vivirán unos cuantos.

Si los argumentos históricos y culturales son lugar común de los cultivadores de una España que, en modo alguno, puede ser una única nación, un colectivo a cuya cabeza, según Pablo Iglesias, figura un Pedro Sánchez que "será plurinacional", no es menos cierto que la invocación al federalismo sirve para suavizar las previsibles aristas que obstaculizarían la armónica convivencia entre las naciones aprisionadas por España. Como tantos otros de su atmósfera ideológica, Carretero también abrazó la causa federal en uno de sus principales trabajos: Las nacionalidades ibéricas (hacia una federación democrática de los pueblos hispánicos). Bajo el palio federal, León podría desarrollar su "comunidad propia", separada de una Castilla –la Vieja– a la que Claudio Sánchez-Albornoz dedicó una frase, "Castilla hizo a España y España deshizo a Castilla", que cabe completar añadiendo que tal destrucción se vio acelerada por un diseño, el autonómico, que no solo la privó de La Rioja, sino que cerró su histórica salida al mar a través de La Montaña, hoy tierra del cántabru, blindada por un muro de latas de anchoas y rayos catódicos.

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