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José García Domínguez

Despilfarro y Monarquía

A lo que se ve, el gran asunto de una nación de quinientos años a punto de irse a pique estriba en ahorrarnos cuatro chavos en la nómina del Jefe del Estado.

A lo que se ve, el gran asunto de una nación de quinientos años a punto de irse a pique estriba en ahorrarnos cuatro chavos en la nómina del Jefe del Estado.

Nada más propio de nuestra época que el espíritu de los tenderos que encarna el triste gremio de los economistas. De ahí ese universal afán por rebajar toda grandeza a un asunto de precios. Por algo la suprema cuestión metafísica que a estas horas ocupa a nuestros cráneos más privilegiados es discernir si saldría más barata la República que la Monarquía. A lo que se ve, el gran asunto de una nación de quinientos años a punto de irse a pique estriba en ahorrarnos cuatro chavos en la nómina del Jefe del Estado. No andaba tan equivocado Baroja cuando decía aquello de que la República es un ideal de porteras. Más milenaria aún que la Monarquía, la Iglesia Católica no levanta cabeza desde el día aciago en que se permitió a un gañán con chirucas y una guitarra profanar el misterio sacro de la liturgia. Y a la Monarquía le ocurrirá otro tanto de lo mismo cuanto más abunde en la necia tentación de modernizarse.

La Monarquía solo se justifica por su condición de prejuicio anacrónico. Y nada más estúpido que pretender actualizar un anacronismo. El principio monárquico no es en absoluto racional, y precisamente eso es lo que más lo acerca a la condición humana. El sentimiento de pertenencia, la necesidad tan universal de reafirmar las lealtades compartidas, requiere de una mística comunitaria, de una religión laica si se quiere decir así, que es la genuina razón de ser de la Monarquía. Un mundo social exclusivamente asentado en el respeto a los contratos mercantiles, la utopía de los tenderos, nunca habría durado miles de años. Hace falta algo más. Hace falta una apariencia, al menos una apariencia, de continuidad y de sentido. Y esa apariencia irrenunciable es lo que ofrece la Monarquía.

Walter Bagehot, un monárquico inglés que conocía bien los rincones más ocultos del alma humana, nos dejó escrito que "la gente respeta lo que podríamos llamar el espectáculo teatral de la sociedad". Y el clímax de esa gran representación colectiva se da en entronización de un rey. De ahí lo muy necio de andar preocupándose por la austeridad en una ceremonia tal. Allá por 1952, en plena posguerra europea, esto es, cuando en Inglaterra no había austeridad sino pura y dura miseria, la coronación de Isabel II consistió en un despilfarro tan deliberado como gozoso. Se hizo con toda la grandeza posible, con pieles, con oro, con joyas, con caballos y con incontinencia. Todo un país abatido necesitaba un contacto con lo sagrado, un rito de comunión nacional, que por sí mismo justificaba el dispendio. Nunca hubo más monárquicos en el Reino Unido que después de aquella ceremonia. Nunca. Que Dios guarde al Rey.

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