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José García Domínguez

En Santa Coloma no querían la inmersión (1)

La inmersión, dicen los intoxicadores, habría sido una imposición de los ciudadanos catalanes de origen andaluz y lengua castellana.

La inmersión, dicen los intoxicadores, habría sido una imposición de los ciudadanos catalanes de origen andaluz y lengua castellana.
La camapaña de acoso en la escuela Turó del Drac de Canet de Mar incluye pintadas como la de la imagen. | EFE

Cataluña siempre ha sido la fábrica de España. Lo fue antes de nuestra entrada en el entonces Mercado Común, cuando allí se fabricaban todo tipo de máquinas aptas para la producción o el consumo. Y lo sigue siendo ahora, cuando el grueso de sus factorías más rentables se dedica a la producción de cuentos para su posterior distribución y venta al por mayor. La principal manufactura que ahí se produce y comercializa, pues, es eso que los periodistas más pedantes llaman "relato". Y entre esos cientos de relatos –la mayoría de genuina ciencia ficción–, las leyendas urbanas y suburbanas constituyen una de las especialidades más consolidadas en el mercado.

Así, en Cataluña cada día se fabrica un cuento, chino la mayor parte de las veces. Pero los hay que sobrepasan incluso la capacidad estomacal y digestiva del auditorio más acostumbrado a las trolas siderales. Verbigracia, ese supremo embuste cósmico que ahora mismo repiten, y como loritos, todos los opinadores y escribidores en la cadena de medios de comunicación del Moviment, la mano de obra intelectual estelada del proceso interminable. Hablamos de la ingeniosa trola oficial que atribuye el origen histórico de la inmersión lingüística no al sistemático y muy meditado proyecto de ingeniería social que diseñaron al alimón Jordi Pujol y cierto cura fanático y trabucaire del PSAN, el célebre camarada Arenas (aquel fundamentalista iluminado se apellidaba igual que el jefe del Grapo), sino a la "lucha reivindicativa" de los habitantes de Santa Coloma de Gramanet, ciudad dormitorio el cinturón de Barcelona habitada entonces, al igual que hoy, por una población casi unánimemente castellanohablante.

La inmersión, pues, habría sido una imposición de los ciudadanos catalanes de origen andaluz y lengua castellana que, hartos de tener que arrostrar el estigma ominoso de su despreciable idioma materno también dentro de los muros de los colegios, habrían dado un puñetazo en la mesa para obligar a la Generalitat germinal a que prohibiera de una vez por todas el uso del español en las aulas. Y Pujol, atrapado entre la espada y la pared, no tuvo más remedio que aceptar aquel chantaje lingüístico. No piense el lector que hoy escribo en broma. Exactamente esa es la versión oficial del asunto que circula hoy por la plaza. (Mañana más).

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