Ya nada puede sorprendernos, porque hemos decidido desfigurar la historia, primero, y manipular el lenguaje, después. El mérito de ambas aberraciones corresponde exclusivamente al pueblo español, que se ha mostrado inerte ante los abusos de cualquier género, excepción hecha, valga decirlo, de los que lo son contra la corriente feminista o contra las tesis animalistas.
El éxito de las aberraciones mencionadas se basa en argumentos diferentes. Para desfigurar la historia ha bastado plantear lo histórico como una antigualla propia del conservadurismo más rancio, en conflicto con lo socialmente demandado: el progresismo –que, no se engañen, no equivale a lo que siempre han entendido como progreso–.
Que la historia –aun sin conocerla– haya sido distinta a como yo hubiera querido que fuese ha tenido fácil solución: escribir, o simplemente pregonar –porque escribir requiere un esfuerzo excesivo–, la historia que nos interesa, que nunca existió pero que conviene a nuestros intereses.
Siempre habrá cadenas de radio y de televisión –con abundante dinero público–, medios masivos de información y redes sociales que se encargarán de invadir las mentes de los sujetos, aunque éstos se resistan, para que la historia empiece a ser como los manipuladores hubieran deseado siempre.
La otra aberración, la manipulación del lenguaje, además de su propia valoración intrínseca, es ingrediente necesario para que la primera –la trampa de la historicidad imaginaria– pueda implantarse en la sociedad sin esfuerzo alguno o con un esfuerzo mínimo.
Pretender hablar hoy del valor significativo de cualquier vocablo es una tarea estéril y tediosa para los más. Hacer alusión a lo que siempre significó un término supone ser calificado de inmovilista y retrógrado.
A muchos no nos importa, pero a otros, a los más jóvenes, sí. Conformándose así una comunidad con identidad de lengua pero, de hecho, sin comunicación. Además, para facilitar las relaciones sociales, también familiares, mejor no hacer alusión a los valores morales que presidieron otrora el actuar de los humanos.
Hoy, por ejemplo, no está desprestigiada la mentira, la falsedad, porque lo que como máximo existe son fake news, que así dichas pueden presentarse con ropa de domingo. Y la sociedad, como decía, inerte ante tanta manipulación. Ya no nos drogamos sino que consumimos cannabis; no abortamos sino que interrumpimos voluntariamente el embarazo –sin precisar quién presta la voluntad–…
Podemos decir que vivimos en un mundo de fraude generalizado y permanente sin rechistar, para no ser disonantes con los tiempos presentes. Hace apenas unos días oí, en un afamado medio de comunicación, algo así como que la mentira, en los momentos actuales, pertenece a la lógica de una campaña electoral. ¿Es posible?
Nunca, y conscientemente soy tan radical, la mentira, la falsedad, puede pertenecer a la lógica de nada, salvo si hablamos de la lógica del engaño.
¿Cuál es el problema? Que estamos asumiendo que todo esto es normal. Bajo este principio, ¿cómo será la sociedad del futuro? Me queda poco, pero…