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EL PLACER DE LA LECTURA

La biblioteca de un lector gozoso

Hablar de lo último de Agapito Maestre: El placer de la lectura, como se supone debe hacerlo un comentarista, en vez de como un lector modificado por la experiencia, probaría que no se ha entendido una palabra.

Hablar de lo último de Agapito Maestre: El placer de la lectura, como se supone debe hacerlo un comentarista, en vez de como un lector modificado por la experiencia, probaría que no se ha entendido una palabra.
Sería causa segura de alta traición al sentido que atraviesa sus páginas empezar señalando, por ejemplo, que se trata de un libro de reseñas de otros libros. Reseñas, diría el comentarista profesional, escritas para popularizar la lectura en un programa de radio de audiencia masiva y heterogénea, Herrera en la Onda.
 
En efecto, Agapito Maestre conduce en ese programa, desde septiembre de 2005, una sección de libros llamada La Biblioteca de Herrera en la Onda, lo cual le permite darse "un festín permanente", sumirse en ese placer "primario, animado y animal" que para Maestre es la lectura.
 
Ningún comentarista profesional pondría en duda estas confesiones. Nadie en ese gremio de tristes reseñadores que caminan en círculo por la rutina de las ideas preconcebidas confrontaría lo que el autor declara con lo que realmente hace en este libro. Lo suyo sería despachar rápidamente el expediente, agradecer en secreto al autor que muestre sus cartas desde las primeras páginas y cerrar la ventanilla para irse a almorzar, dejando para la posteridad el lacre destilado de su dictamen: "Estamos ante el último ejemplar de la vasta tradición de la reseña literaria de autor, una popularización del género para adaptarlo al lenguaje de la radio, lo que permite al oyente de estos comentarios perder el miedo a los libros y acercarse a ellos por puro placer, sin distinción de antiguos o contemporáneos, clásicos o novísimos, ni de poesía, ensayo o novela". Todo mentira, claro.
 
Porque lo primero que chocará al lector de este aparente libro de libros es que quien se apresta a declarar que la lectura es "un placer primario", quien señala que sólo a través del pueblo, "el sencillo lector del pueblo llano", la lectura "se vuelve vida", es el mismo profesor familiarizado precozmente con el rigor y el elitismo de la academia; el mismo que ha alcanzado a una edad más temprana que la de sus colegas todos los honores a que un estudioso puede aspirar en la universidad española; el mismo que dirige tesis doctorales, imparte conferencias, investiga, publica y traduce; el mismo que cogió la antorcha dejada por Ortega en su juventud y prosigue la misión comprensiva de la filosofía alemana, estudiándola en sus fuentes y en su lengua.
 
George Steiner.Es cierto que no es necesariamente contradictorio el llevar una doble vida de divulgador y académico. Algunos de los sabios más innovadores en su disciplina son o han sido exitosos guías populares. Sin salir del campo de la fijación del canon literario, piénsese en los casos de George Steiner o Harold Bloom, este último, por cierto, significativamente denostado por la secta de la gnosis literaria, tan pródiga en los suplementos de la prensa española, con su jerga sacerdotal, su mímica del reconocimiento, sus incestos y parricidios rituales y, por supuesto, su comunión directa con su dios (en el caso de la crítica en España, el culto a Juan Benet).
 
Por otra parte, es evidente para cualquiera que siga sus comentarios sobre la actualidad política en los medios de comunicación (por ejemplo, en Libertad Digital y Libertad Digital TV) que Agapito Maestre postula un pensamiento aplicado a la vida pública, que da razón de la vida concreta y presente, que la sitúa en la historia; en fin, un pensamiento a la vez creado por la vida y creador de virtud cívica. Pura filosofía política y moral.
 
En este sentido, se dirá, el profesor Maestre es coherente con el lector popular que dice ser y con el comentarista político de masas que, sin duda, es, uno de los más perspicaces y originales, por cierto: véase, por ejemplo, ese artículo reciente que publicó en LD en el que contempla el año de la conmemoración del 2 de Mayo desde un paseo profundo y conmovedor por El Escorial.
 
El legado orteguiano de razón para la vida también preside esta actitud, aunque Agapito Maestre parece querer llevarlo hasta sus últimas consecuencias desmitificadoras y antielitistas cuando proclama que "existe la forma de vivir (...) el libro racionalmente". Esa forma es, para nuestro autor, la prolongación del fluido o aliento vital del libro en la escritura del lector: un correr la voz para que la voz del libro (es decir, su vida, su carácter, su sentido) salte a mezclarse con la voz del lector (es decir, con su vida, su carácter, su destino), multiplicándola, expandiéndola, empujándola al encuentro de los demás con el testimonio de lo vivido.
 
El placer de la lectura del que habla Agapito Maestre consiste, esencialmente, en contarlo. Es ese "vivir el libro racionalmente" la operación por la que la vida del libro transforma en algún grado la vida del lector. Esa operación, como enseñó Nabokov (otro lector de engañoso primitivismo) a sus alumnos del Curso de Literatura Europea de Cornell, exige pasión de artista y paciencia de científico.
 
Se trata de una misión demasiado refinada, "vivir el libro racionalmente"; exige un criterio demasiado depurado como para confundirla con un placer primario y animal, como pretende hacernos creer el propio Maestre. Es necesario haber tragado mucha basura para llegar a detectar la genuina corriente de vida que se condensa en ciertos libros, que llega de muy antiguo en la tradición y nos pide saltar a nuestra biografía, nos exhorta a hacerle hueco, a ensancharnos, a tirar viejos tabiques mentales, a cambiar si es preciso de vida, para que su saber viva en nosotros y circule por nuestra voz (nuestro carácter, nuestro destino).
 
Todo buen libro transmite la tradición a una vida concreta, bien sea para afirmar la tradición en esa vida, bien sea para enfrentar la vida a la tradición. Lo explica muy bien Sergio Pitol (seguramente, el Premio Cervantes más merecido de los últimos años) en El arte de la fuga, uno de los libros revividos por Agapito Maestre en este volumen. Y es aquí, al contemplar al lector civilizado por su biblioteca, donde chocan lo que este libro declara ser y lo que realmente es, y donde el comentarista profesional queda definitivamente en ridículo. Porque ni siquiera es cierto, como diría éste, que su género sea la reseña literaria escrita para un programa de radio.
 
No hay más que observar las interpolaciones que Maestre introduce sobre el texto originariamente emitido para comprender que al autor le importan un bledo la pureza del género, la fidelidad al medio (en este caso, la radio) o sus propios escritos. Son capas de comentarios más o menos arbitrarios, en las que el lector-autor añade anécdotas personales alrededor del libro comentado y en las que lo leído en la radio desaparece bajo nuevos estratos de la vida que el libro en cuestión sigue infundiendo en su vida concreta de lector.
 
El comentario radiofónico sigue nutriendo de alguna forma esas capas sucesivas, en las que el sentido del libro comentado se confunde cada vez más con la vida de un lector gozoso, alegre (la alegría es un tema fundamental en estas páginas: "Su sabiduría es alegre. En cierto sentido, es un saber de salvación, porque su literatura no es libresca sino llena de vida", dice Maestre de Eugenio D'Ors y puede, con toda propiedad, predicar de sí mismo), y siempre, siempre, excesivo (todo le parece "grandioso" o formidable, todo lo bueno que hay en los buenos libros sabe apreciarlo, lo detecta antes y mejor que nadie, precisamente porque ha tragado mucho hollín ajeno a la tradición, y lo vive con los ojos agigantados, agradecidos y generosos de un niño premiado, al fin y después de tantos libros simiescos y lóbregos, con una visita a la gran fábrica de chocolate de Roald Dahl).
 
Sus interpolaciones son como las de Justiniano al Corpus iuris civilis, o las de Borges al prólogo de la segunda edición de su Manual de zoología fantástica, escrito junto a Margarita Guerrero. Recuerdan también a esas anécdotas autobiográficas, aparentemente descuidadas, equívocamente candorosas o naif, que se deslizan en las anotaciones de lecturas de Augusto Monterroso en La vaca o en La letra E. No persiguen falsificar la tradición, sino revivirla.
 
Consciente de que no existe la versión canónica, de que el Derecho y la Fábula son creaciones vivas, cambiantes en el tiempo, el lector celebra su condición de recreador de la tradición, lo que no quiere decir que traicione su sentido, sino todo lo contrario, que está obligado a interpretar fielmente su sentido para darle nueva vida, para que corra la voz a través de la suya.
 
La otra evidencia de que el asunto de este libro no tiene nada que ver con el placer indiscriminado y compulsivo que se declara en sus primeras páginas, sino con una de las formas más elevadas del placer, que es el conocimiento, es el propio dibujo que resulta del sencillo pasatiempo de unir la línea de puntos que pasan por los libros leídos por Maestre.
 
Y es que el tema de este libro no son otros libros, como correría a anotar nuestro comentarista displicente, sino la vida de un lector concreto. Lo que sale del troquel invisible del criterio que recorre esta selección es un rostro, un juego muy borgiano, por cierto, en el que una biblioteca prefigura un hombre, delinea su rostro, con sus cicatrices, sus repliegues y también su resplandor, capaz de redimirse y de redimir a otros.
 
Y la cara que vemos salir de los anaqueles de esta biblioteca encantada es la de uno de los criterios más cultivados de la intelectualidad española de nuestros días. No sería gran mérito, la verdad, usar una sensibilidad cosmopolita y fiel a la tradición cuando no hay otras referencias con las que poner a conversar la propia sensibilidad, en un páramo cultural como la España de la Logse, donde el paletismo de toda la vida, el provincianismo cateto que ha presidido siempre nuestras tertulias literarias, se ha enseñoreado de los departamentos universitarios, y donde la bazofia analfabeta y chauvinista es la mercancía común en los suplementos culturales de la prensa.No hay más que echar un vistazo a Babelia, El Cultural o la correspondiente hoja parroquial de ABC para apreciar la mezcla de onanismo de leñadores y petulancia de importadores de sebo que pasa por ser, hoy en España, la referencia de cierto estado de la cultura.
 
No, no tendría mérito alguno ser un lector viajero y centrado, cosmopolita y consciente del pasado, abierto a lo nuevo y metido hasta las cachas en la tradición, si toda nuestra historia hubiera sido esta miseria espiritual que lleva a una directora de la Biblioteca Nacional a intentar retirar la estatua de Menéndez Pelayo simplemente porque el autor de Historia de los heterodoxos no es uno de los suyos, o que resume la calidad de la poesía hispana viva en Antonio Gamoneda y Juan Gelman, mediocres escritores, tipos temibles por su resentimiento.
 
Rafael Cansinos-Assens.De la misma forma que no había ningún honor en esta confesión de un poeta modernista insular, el canario Domingo Rivero: "Yo soy el mejor poeta de mi calle, si bien, la verdad, mi calle no es muy larga", tampoco lo habría en que Agapito Maestre fuera el Rafael Cansinos-Assens de hoy, nuestro erudito mundano y políglota, nuestro vanguardista fiel a los antepasados, nuestro lector generoso y selectivo, profundamente español y por ello alérgico al casticismo, empeñado en entender el mundo desde España y no al revés, como los catetos afrancesados de todos los tiempos. No habría nada de meritorio en ser el tuerto un país de ciegos donde siempre ha habido algún tuerto con el ojo puesto en la hora punta del mundo, si no fuera porque lo que nos enseña la biblioteca de Agapito Maestre es que lo anómalo es la ceguera voluntaria y enlodada del presente, en la cultura de Cervantes, Galdós, Valle-Inclán, Cernuda, Ortega, Menéndez Pelayo, D'Ors, o Westphalen, el gran desconocido, o el conocido en secreto y como una sortija, de la poesía hispana contemporánea, portador del fuego de Vallejo, cuya inclusión en la biblioteca de Agapito fue, para mí, junto a la de Sergio Pitol, la marca desencadenante del verdadero rostro del lector dibujado en esta biblioteca.
 
No son páginas sobre otros libros, como diría el comentarista fatigado, sino un relato en el que los libros hablan constantemente de la vida del lector.
 
No abundan en España, por desgracia, los tesoros bibliográficos de autores liberales. Hay que escuchar la radio: a Agapito hablando con gozo de Wallace Stevens en el programa de Carlos Herrera, o a Gabriel Albiac y a Tomás Cuesta haciendo lo propio con otros libros antiguos y modernos, ensartados en la misma tradición, en el programa de Federico Jiménez Losantos, para encontrar saber y placer unidos en el pensamiento liberal español.
 
En cambio, la derecha que retoza y pontifica en predios académicos (si es que quedan profesores de derechas en las universidades) suele ser pésima lectora. Cuando habla de literatura, no se aparta de lo denotativo, de la fábula o el poema con mensaje. Un buen libro de la imaginación es, para la mayoría de los liberales que hoy comentan en las tribunas de opinión universitarias y mediáticas, aquél que acaba exaltando al individuo como soberano de la vida pública. Les importa un higo "el rostro privado en los lugares públicos", que es la clase de héroe "hermoso y verdadero" al que se refiere Auden en el poema que tanto le gusta citar a Agapito en este libro y en sus artículos. A duras penas pasan de Ayn Rand, interesante pensadora cuando no desvaría con su mística de una sociedad hiperinvidiualista, glacial y ahistórica, pero también, a menudo, una escritora-pestiño. En los cursos de verano que organiza FAES, por ejemplo, brillan por su ausencia los temas literarios y humanísticos.
 
Pobres liberales de guardarropía. Dejan ese vasto campo de la tradición para que lo saquee la izquierda analfabeta con sus zarpas crematorias, que enmudecen y esterilizan todo lo que tocan, y sus comentaristas a sueldo, incapaces de hacer correr la voz de nada que no sea su ego.
 
 
AGAPITO MAESTRE: EL PLACER DE LA LECTURA. Oberón (Madrid), 2007, 343 páginas.
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